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martes, 25 de noviembre de 2014

La cultura Zen en Occidente – La sencillez budista en la modernidad





Procedente de Japón, el budismo zen fue introducido en Occidente vía Estados Unidos a mediados del siglo XX. Tímido en sus comienzos, fue asentándose y cobrando solidez a medida que iba aumentando el número de adeptos fieles a sus principios. Hoy en día, la cultura zen está universalmente extendida y convive respetuosamente con el resto de las religiones existentes.

Actualmente, la libertad religiosa de Occidente permite un abigarrado conjunto de creencias y de cultos totalmente dispares que conviven diariamente en un mismo ambiente social. Dentro de esa amalgama teológica e ideológica, se halla la cultura zen, que, proveniente de Japón, ha encontrado también un hueco en la moderna sociedad occidental.

Su difusión se produjo a través de Estados Unidos, donde el zen fue conocido a principios del siglo XX –especialmente en la costa oeste-, cuando llegaron los primeros monjes zen acompañando al a fuerte inmigración japonesa. Este contacto continuó produciéndose tras la Segunda Guerra Mundial: al producirse la ocupación estadounidense de Japón, muchos estadounidenses entraron en contacto directo con la tradición japonesa y, a su vuelta a casa, llevaron consigo los libros y las experiencias adquiridas. No obstante, hasta la llegada de los verdaderos maestros zen japoneses, no comenzaron a asentarse realmente los auténticos principios del budismo zen. Una vez arraigado en Estados Unidos
–preferentemente entre la juventud de inspiración hippy-, su exportación a Europa y otras zonas del mundo occidental no se hizo esperar, pasando el zen así a ser una cultura aceptada y practicada mundialmente.

Si bien el zen llegó a Estados Unidos desde Japón, tiene un origen mucho más remoto. Nació como una derivación de la rama budista mahayana (literalmente “El Gran Vehículo”) una escuela doctrinal surgida en el siglo I y que aún hoy se practica en China, Nepal, Tíbet, Corea y Japón Fue fundada por Nagarjuna y su principio básico es la afirmación de que todos los hombres pueden salvarse. Admite el politeísmo, separándose en eso del agnosticismo de Buda y su doctrina original, el theravada, al que denomina peyorativamente hinayana (“vehículo menor”). Además del zen, alberga varias ramificaciones, entre las que destaca el vajrayana o budismo tántrico.

Originalmente, el zen fue una secta budista creada a iniciativa del monje indio Daruma en el siglo VI. Después se difundió por Corea y China, donde fue introducido –bajo el nombre autóctono de ch´an por Bodhidharma (h.520), representante de la 28º generación de discípulos de Buda. Allí se desarrolló a lo largo de los siglos VI y VII, si bien su verdadera difusión no tuvo lugar hasta seis generaciones después, gracias a Hui-neng (638-713), más conocido como Eno. Su doctrina está reunida en su “Sutra del estado”, el texto fundamental de la escuela. Pronto surgieron cinco escuelas: igyo, hongen, soto, unmon y rinzai, de las cuales sólo dos –soto y rinzai- llegaron a Japón; las demás se extinguieron en China.

Su llegada al archipiélago japonés vía Corea se produjo en el siglo XII de la mano de los monjes Dogen y Keizan, que desarrollaron la tradición soto, centrada en seguir la vía e imitar la vida cotidiana de Buda, mejorando cada vez más gracias a la práctica diaria y el esfuerzo sin esperar recibir nada a cambio.

Por su parte, la tradición rinzai, fundada por el budista chino Sin Chi (867) e introducida en Japón
también en el siglo XII, fue desarrollada definitivamente por Eisai. Se basa en la relación maestro-discípulo y en la disciplina destinada a desarticular la rigidez mental. Esto se consigue mediante métodos violentos –golpes, gritos- y las preguntas enigmáticas y las paradojas verbales de difícil o imposible solución –llamadas koan-, destinadas a romper el bloqueo mental y cuya resolución está más allá de la inteligencia y conduce a la experiencia del despertar y a una visión repentina de la realidad –satori (en japonés, “iluminación”)-, que permite la total realización del ser.

El zen, en todas sus ramas, consiste básicamente en la práctica del control del espíritu, la detención del curso del pensamiento que trata de alcanzar la esencia de la verdad. Predica la sencillez de vida, la paz interior y la compenetración con la Naturaleza mediante el silencio, la concentración mental y la meditación. El ideal es llegar a una conciencia trascendental de lo subjetivo y lo objetivo, superando todo dualismo. La única realidad es la mente búdica, que no se puede alcanzar mediante el pensamiento filosófico ni religioso, la meditación, la magia o los ritos; sólo es fruto de la iluminación espiritual, cuando cesan el pensamiento y los sentidos.

La esencia del zen se basa en lo inmediato de sus enseñanzas, que prescinden del estudio intelectual
para conseguir una súbita visión de la realidad. Esto se puede conseguir a través de la meditación sentada: el zazen –equivalente al shikantaza (“sentarse, solamente sentarse”) del soto-, que constituye la médula del budismo zen. La práctica del zazen se realiza con el objetivo de conseguir un resurgir de la conciencia, una libertad interior que lleve a encontrar la fuente inagotable de energía vital que mana desde lo más profundo de cada uno. En Japón y en otros países orientales, la práctica del zazen se suele realizar en los monasterios y demás recintos sagrados, pero en Occidente –donde, como es lógico, no existen santuarios- la meditación sentada se realiza igualmente en centros zen abiertos a tal fin o, particularmente, en una habitación preparada previamente y siguiendo un ritual preciso.

El lugar en cuestión debe ser silencioso, sencillo y estar limpio. En él, se instala un pequeño altar con una imagen de Buda o de un santo –que protegerán el lugar, convirtiéndolo en un verdadero dojo o lugar de alta dimensión espiritual-, se quema un poco de incienso, se enciende una vela y se hace una
ofrenda floral. La meditación se realiza sentados sobre un cojín –zafu-, considerado como el asiento de Buda, situado en un lugar preciso de la estancia. Tradicionalmente, en la entrada a los dojo, se lee: “Sólo aquellos que busquen sinceramente la vía del Buda pueden entrar en este dojo”. Es decir, en ellos no hay lugar para los prejuicios sociales ni raciales, que han de quedar fuera, al margen del momento presente, que es el que únicamente cuenta realmente.

En la práctica del zazen, se sigue toda una serie de pautas para llegar finalmente a la verdadera pureza
–hishiryo-, al subconsciente profundo, a un vacío inmenso, que, a la vez, lo es todo. Esta práctica se ve complementada por una filosofía determinada: el mushotoku o filosofía del no-provecho, doctrina esencial del zen que se basa en dar sin esperar nada a cambio, en ofrecer a los demás todo de forma absolutamente desinteresada.

Teniendo en cuenta los principios que informan la cultura zen, no es de extrañar que haya encontrado una gran aceptación en Occidente, donde el creciente materialismo crea a su vez un vacío espiritual cada vez mayor. Para algunos, el zen es la respuesta, una vía para volver a encontrar la identidad propia, pues como dijo el maestro Nan Quan, las enseñanzas zen consisten en “señalar directamente a la mente del hombre, mirar dentro de la propia naturaleza”.

Para los occidentales, el zen es la forma más conocida de budismo japonés y se suele asociar con las técnicas de meditación, el desarrollo de la intuición y determinadas formas de arte. Pablo Picasso escribió en una ocasión: “El arte verdadero no reside en la belleza de la pintura, sino en la acción de pintar, en ese movimiento dramático y dinámico que va de un esfuerzo a otro esfuerzo. Lo mismo sucede para con el pensamiento. Personalmente, me interesa más su movimiento que él mismo. La caligrafía zen es exactamente esto”. Por eso afirmó en otra ocasión que, caso de haber nacido allí, no hubiera sido pintor, sino escritor.

Efectivamente, la creación artística en la cultura zen está imbuida de un movimiento y de una
espontaneidad que, paradójicamente, son el resultado de todo un proceso previo de meditación y de reflexión. Los trazos de pintores y de calígrafos son únicos e incorregibles; una vez realizados, no se retocan; no son fruto de una inspiración repentina, sino de una larga práctica y de una maduración interior. La sencillez creativa refleja la creencia de los pintores en que la realidad cotidiana y el infinito son parte de la misma y única realidad última. Esta sobriedad también aparece reflejada en la literatura, concretamente en el haiku, un poema de 17 sílabas japonesas que reduce la expresión a su pura esencia y trata de capturar el momento de auténtica realidad.

Pero no hace falta fijarse en el arte para apreciar la esencia del pensamiento zen; éste invade todos los aspectos de la vida, hasta los más cotidianos. Por ello, acciones tan corrientes como barrer, arreglar las flores o hacer el té se convierte en un medio de meditación, en una forma más de llegar a esa esencia pura de las cosas.

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domingo, 23 de noviembre de 2014

Alexander Calder – La escultura en movimiento




Alexander Calder fue uno de los grandes renovadores del arte del siglo XX al conseguir llevar la escultura más allá de sus límites tradicionales mediante la combinación de la geometría y el movimiento. Aunque no fue el primero en experimentar las relaciones entre la escultura y el movimiento, Calder fue el protagonista de un cambio decisivo en la búsqueda de formas cambiantes y aleatorias, dando nombre a toda una nueva corriente artística: las esculturas móviles.

El 22 de julio de 1898, nacía en la localidad estadounidense de Lawnton (Pensilvania) Alexander Calder, uno de los más destacados creadores e innovadores de la escultura del siglo XX. Tanto su abuelo, Alexander Milne Calder (1846-1923) como su padre, Alexander Stirling Calder (1870-1945) fueron escultores, antecedentes a los que se unían los de su madre, que fue pintora. A pesar de todo ello, Calder no comenzó a interesarse por el arte hasta 1922, una vez concluida la carrera de ingeniería mecánica en Nueva Jersey.

En otoño de 1923, Calder se matriculó en la School of the Art Student´s League de Nueva York, entre cuyos profesores se encontraban por entonces los pintores y artistas gráficos George Luks y John Sloan. Calder y sus compañeros se entretenían haciendo concursos de ejecución de apuntes de gente en la calle y en el metro, en los que el artista destacaba sobremanera por su
capacidad para sugerir el movimiento a través de una sola línea continua. Su trabajo destacaba asimismo en el campo de la caricatura periodística, donde su ingenio quedaba ya patente en su capacidad para jugar con la línea, para inventar nuevas formas, utilizando los medios expresivos del arte serio para llevar a cabo sus fugaces bromas. Uno de sus primeros empleos fue como caricaturista en la National Police Gazette, realizando una serie de apuntes rápidos pero muy expresivos de la vida cotidiana de la gran ciudad, así como de boxeo y de otros deportes.

A partir de ahí sólo había un paso para sus primeras esculturas de alambre, la primera de las cuales
–un reloj de sol en forma de gallo- vería la luz en el año 1925. El alambre, más que ningún otro material, es el preferido de Calder. En su infancia, doblaba pedazos desechados de alambre de cobre para hacer joyas para las muñecas de su hermana; en alambre realizó sus esculturas caricaturescas y circenses, y sus primeras esculturas abstractas fueron realizadas en este material. Se trataba de pequeñas esculturas realizadas a base de pequeños alambres de hierro que se enroscaban dando lugar a dinámicas figuras, como en el caso del primero de sus retratos de la cantante Josephine Baker, realizado en 1926 y que fue el primero de una serie sobre la artista estadounidense.

Ese mismo año realizó además una serie de juguetes para la empresa americana Gould Manufacturing Co., al mismo tiempo que se acrecentaba cada vez más su interés por el mundo del circo, realizando pequeñas figuras de caballos, payasos y acróbatas con los que organizaba representaciones circenses en su estudio al modo de un circo en miniatura. Junto a estas obras, el joven Calder realizaba retratos y figuras flexibles en alambre en las que se apuntaba ya el que sería el tema central de su obra posterior: la superación de la gravedad.

Resultaron cruciales para la obra de Calder sus estancias en París, la primera de ellas entre 1926 y
1927, que le sirvieron para reflexionar sobre su propia obra. En aquellos momentos, su ingenuidad le inclinaba hacia los juegos y la improvisación, pero su conciencia artística lo empujaba a más, hacia la construcción. En 1930, Calder visitó el estudio de Mondrian (1872-1944), que le sugirió la idea de hacer móviles los rectángulos de colores clavados en la pared, lo que condujo a su interés por el arte abstracto y desencadenó sus experimentos con el movimiento en la escultura. Tras algunos ensayos pictóricos, Calder se adscribió al constructivismo purista, lo cual quedó patente en su primera exposición parisiense, en la que incluyó a disgusto sus caricaturas en alambre.

A partir de 1930, Calder comenzó a construir objetos metálicos móviles, para cuya designación su amigo Marcel Duchamp le sugirió el término de “mobiles”, que ha llegado a convertirse en la denominación genérica de toda una rama de la escultura. Estas primeras esculturas de impulsión mecánica que formaban composiciones con formas diferentes que seguían unas relaciones programadas, fueron presentadas en febrero de 1932 en la Galería Vignon de París.

A partir de entonces, la obra de Calder siguió dos vías paralelas, ya que, junto a los mobiles, continuó trabajando en sus stabiles, nombre designado en este caso por Jean Arp para las no móviles. La escultura móvil no fue en modo alguno invención del artista estadounidense, ya que mucho antes había sido ensayada por los futuristas o casi
al mismo tiempo por el mismo Duchamp; pero esto no cambia el hecho de que fuera Calder el que consiguió dar una nueva dirección a la búsqueda de una forma cambiable y diversificada.

Los primeros mobiles eran aparatos con motor que producían deslumbrantes juegos de artificio. Pero muy pronto Calder cambió de idea: el viento o la mano del hombre, nunca un artefacto mecánico, se encargarían de producir el movimiento. Calder recurrió a la representación de formas orgánicas inspiradas en la obra de su amigo Joan Miró, con las que insinuaba formas animales, seres deslizantes y voladores, así como plantas y metálicos arbustos trepadores.

A partir de 1934, Calder realizó estos móviles inertes que construía generalmente con piezas de acero recortadas y pintadas, que colgaba de cuerdas o alambres delgados que por su propio peso respondían a la más leve corriente de aire, y que estaban diseñados de tal manera que aprovechaban los efectos de luces cambiantes producidos por su propio movimiento. El escultor los definió como “dibujos de cuatro dimensiones” y, en una carta escrita a Duchamp en 1932, hablaba de su deseo de hacer “mondrians móviles”. En efecto, Calder había quedado profundamente impresionado tras una visita realizada a Mondrian en 1930, pero se trataba de dos personalidades muy diferentes, ya que el desenfado y el gusto por lo cómico y fantasioso del primero chocaban radicalmente con la seriedad del segundo.

La escultura móvil de Calder no siguió un proceso evolutivo claro, desarrollando una forma a partir
de la anterior ya que el escultor trabajó simultáneamente en alambre, escultura mecanizada y móviles. Se estima que realizó un par de miles de móviles a lo largo de su vida, todos ellos muy variados y utilizando muchos materiales, llegando incluso a experimentar con el sonido obtenido de elementos de latón pulido que producían resonancia al golpearse.

Los primeros móviles incorporaban a menudo objetos encontrados tales como trozos de vidrio de colores, cerámica o madera tallada. Más adelante, haría los móviles enteramente de metal, limitando los colores normalmente al rojo, amarillo y azul con blanco y negro. Los de los últimos años eran de mayor tamaño, más complicados en su estructura y realizados en acero, quizá debido a su traslado al campo abierto de Connecticut después de habitar en un reducido estudio parisiense.

Sin embargo, la obra de Calder no se limitó únicamente a la producción de esculturas móviles, quizá su faceta más conocida, ya que sus escultura no móviles, denominadas stabiles, tuvieron la misma importancia dentro de su producción artística. Para los stabiles pequeños, Calder recortaba tiras de plancha de aluminio a las que daba forma en un torno y, tras pulir su superficie y sus aristas, las atornillaba. Poco a poco, y a medida que las piezas se fueron haciendo cada vez más grandes. Calder optó por recurrir a complicados métodos de metalistería industrial. A pesar de ello, incluso los stabiles de mayor tamaño están realizados de forma que pueden desatornillarse y transportarse con facilidad, de la misma manera que los de menor tamaño.

Calder simultaneó la producción de estas grandes obras de metalurgia industrial con sus característicos móviles hasta prácticamente el final de su vida, cuando, tras la inauguración de su exposición en el Whitney Museum, falleció el 11 de noviembre de 1976, en la ciudad de Nueva York.

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¿Es cierto que el pelo y las uñas siguen creciendo tras la muerte?


¡Otro chascarrillo bien consolidado! Y que, con el tiempo, se ha convertido en un sórdido infundio que algunos pedantes se obstinan en convertir en leyenda urbana. Sin embargo, no hay ni un solo dato científico que permita apoyar esta tesis absurda. Y nada se puede contraponer a la evidencia: en un cuerpo muerto, la sangre no circula. Por consiguiente, ni el pelo ni las uñas ni la barba pueden recibir el alimento que les permitiría seguir creciendo.

No obstante, dos días después de la muerte alguien, un observador atento puede tener la impresión de que el cabello del difunto ha seguido creciendo, simplemente porque la piel se seca y, por tanto, se contrae. Pero como el pelo no se cae inmediatamente, esa sequedad y contracción de la piel pueden dar la impresión de que el cabello crece realmente en la zona observada.

Este mecanismo se observa muy claramente en las uñas, en la medida en que la piel de los dedos se contrae más rápidamente. Y en los hombres, el fenómeno se observa también en la barba, que no es que crezca, en absoluto, sino que la sequedad y contracción de la piel dan también esa impresión. Así pues, muy claramente y de una vez por todas, las uñas y el pelo no crecen después de la muerte.

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viernes, 14 de noviembre de 2014

¿Por qué los patos tienen las patas naranja?




De hecho, muchas especies de patos tienen las patas de color verde azulado o gris. Pero por lo que respecta a los patos que se pavonean con las patas naranjas, en realidad es simplemente para atraer a las hembras. Las chicas se pirran por el naranja.

¿Qué colores les deben gustar a las hembras? ¿Los patos hembra se derriten con el plumaje verde que tienen los machos en la cabeza? ¿O quizá son las manchas azules en sus alas? O ¿qué hembra podría resistirse a esas plumas blancas que parecen una corbata? Nada de esto importa. Lo único importante es el brillo amarillo-anaranjado del pico de los machos.

Un color naranja vivo sugiere que el pato macho tiene todas las vitaminas necesarias, sobre todo carotenoides, como el beta-caroteno y la vitamina A, que son antioxidantes beneficiosos para el sistema inmunitario. Esto indica que sus genes y su comportamiento son lo bastante buenos para reconocer y comer los alimentos adecuados, o que su sistema inmunitario es lo bastante fuerte para producir patas de color naranja vivo. La hembra considera que este es un rasgo muy atractivo para transmitirlo a su descendencia.

El estudio sólo se centró en el pico de los patos, pero se cree que hay suficientes pruebas circunstanciales para decir que los patos también se fijan en las patas. Los alcatraces patiazules, obviamente, tienen las patas muy azules, y está demostrado que utilizan sus patas para cortejar y que las hembras tienen en cuenta su coloración. Quizá los patos, como los alcatraces, son unos fetichistas de los pies.

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¿Por qué se da un viento tan fuerte alrededor de los bloques de edificios?


Incluso en un día apacible, suele haber un viento en la base de los edificios altos que hace revolotear la basura por encima del suelo. Mirar cómo se elevan los pedazos de papel nos da una pista de lo que sucede: a menudo vuelan en círculos, atrapados en torbellinos que giran alrededor de la base de los edificios. Ésta es la prueba fehaciente de que los edificios actúan como velas gigantes que dirigen los vientos de importante magnitud –y que, aunque no los sintamos, sobrevuelan nuestras cabezas- en dirección al suelo, donde golpean con una fuerza considerable.

Sin embargo, no es sólo la fuerza de los vientos lo que ocasiona problemas: el abrazo del aire frío también roba calor a los edificios. Por desgracia, las cabezas de los arquitectos de los años sesenta pasaron por alto este detalle al construir parques comunitarios junto a la base de los edificios, pero los niños los evitaron, huyendo sabiamente de los objetos volantes y la congelación.

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miércoles, 12 de noviembre de 2014

¿Cuán grande debería ser un asteroide para vaciar el océano Pacífico?





Ante todo, si una roca espacial fuera a impactar el océano, no salpicaría nada. El calor que generaría un asteroide del tamaño de una ciudad al pasar por la atmósfera y la energía cinética que se liberaría con el impacto serían tan enormes que el Pacífico se evaporaría de inmediato.

Pero, para responder a la pregunta, pasaremos por alto el calor y consideraremos una situación que más o menos sea igual a la de tirar una bola de bowling en un cubo lleno de agua. Dado que la masa y la densidad de la bola son mayores que las del agua, el agua del cubo rebosaría casi en su totalidad. De igual forma, para hacer rebosar toda el agua del Pacífico, un asteroide debería tener una masa igual o mayor que la del agua que va a desplazar.

Con el volumen estimado del océano Pacífico (617 millones de km2), y dando por supuesto que el asteroide en cuestión es esférico y tiene la misma densidad que la mayoría de rocas espaciales (dos o tres veces la del agua), un asteroide de 1.086 km de diámetro, más o menos la tercera parte de la Luna, sería un candidato ideal.

¿Las buenas noticias? No se conoce un asteroide tan grande. El más grande que se conoce es Ceres, que tiene 949,5 km, pero está atrapado en el cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter. De hecho, las colisiones de este tipo son muy poco comunes: ningún objeto de este tamaño ha chocado contra la Tierra desde el impacto que creó la Luna, hace 4.500 millones de años.

Pero esto no significa que todas las noticias sean buenas. No es necesario que salpique tanto: una roca espacial diez veces más pequeña que Ceres ya generaría suficiente calor para evaporar todo el océano. Y el asteroide que acabó con los dinosaurios tenía entre 9 y 11 km de diámetro. Que nos impactara algo un millón de veces más pequeño que los tamaños de los que estamos hablando, ya sería un día decididamente catastrófico.

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martes, 11 de noviembre de 2014

Edificios inteligentes – La tecnología al servicio de la arquitectura



Un edificio inteligente es un ente con vida propia, que dispone de un cerebro computarizado, sensores a modo de neuronas y cables de fibra óptica que simulan las terminaciones del sistema nervioso humano, con capacidad para controlar y regular todos y cada uno de los movimientos que se producen en su interior, y memoria para responder adecuadamente a estos impulsos.

Es una paradoja que el hombre, único ser vivo que posee inteligencia, haya diseñado y construido lo que se ha denominado edificio inteligente, comparando su capacidad intelectual con un sistema informático. Pero al igual que sucede en el comportamiento del cuerpo y del cerebro humano, para que todo funcione correctamente el cerebro necesita ser informado de lo que sucede en cualquier parte de nuestro organismo para enviar la orden adecuada y solucionar cualquier anomalía o simplemente adaptarse al medio y a la circunstancia.

La diferencia con esta inteligencia controlada por sistemas informáticos es que la humana es, a pesar del rápido y sorprendente progreso de las nuevas tecnologías, más potente y más lista. Mientras que en el cerebro existen más de 80.000 millones de neuronas, el edificio arquitectónica y tecnológicamente con más talento del mundo no supera los 100.000 en toda su infraestructura.

El nuevo reto de la construcción ligado al avance de la informática y las telecomunicaciones permite convertir un edificio convencional en uno inteligente. Esta aspiración empezó a tener visos de convertirse en realidad en la década de los ochenta en los Estados Unidos, cuando la tecnología informática se hizo más asequible. Bajo la denominación de “smart building”, comenzaron a construirse los primeros edificios en Norteamérica, Japón y Europa; se trató de los primeros proyectos vinculados a una tendencia arquitectónica conocida como high tech y que se caracterizaron por erigir grandes fachadas con una cubierta de vidrio y aluminio y crear falsos techos en los que se instalaba la red de cableado y la conducción de aire y calefacción.

Sin embargo, este tipo de diseño arquitectónico –cuyo máximo exponente son las obras del prestigioso arquitecto inglés Norman Foster- no tiene por qué equipararse necesariamente con los edificios inteligentes, aunque sí están muy relacionados entre sí, porque la complejidad tecnológica va asociada directamente a la dificultad de la construcción. Por ello, según la teoría de Foster, es preciso tratar la arquitectura como un proceso industrial y al edificio como una máquina

Pero la concepción de edificio inteligente va más allá de una infraestructura equipada con la más alta tecnología: es una construcción donde el control y la administración de todos los servicios está totalmente informatizada y cuyos usuarios tienen a su disposición un sistema completo e integrado de comunicaciones tanto en el interior como en el exterior.

Las últimas décadas han visto una rapidísima expansión de estos edificios y se estima que para 2020
el 80% de los edificios que se construyan y/o remodelen serán ya inteligentes en mayor o menor medida.

Los servicios y las funcionalidades que ofrecen estos inmuebles se asemejan aparentemente más a una película de ciencia ficción o de James Bond que a una realidad cotidiana. Los servicios de regulación y control del aire acondicionado, calefacción, iluminación, ascensores, y los de seguridad se verifican mediante complejos sistemas informáticos y de comunicaciones, que permiten mantener los niveles adecuados de funcionamiento dependiendo de las exigencias y las necesidades puntuales. Las tecnologías de la información proporcionan todas las herramientas necesarias para llevar a cabo la gestión controlada del edificio, modificar y reparar cualquier fallo y administrar y distribuir correctamente los servicios, al tiempo que permite reducir significativamente los costes de mantenimiento y gestión.

La infraestructura informática soporta, además, la mayoría de las tareas que realizan las personas que trabajan en el interior de estos edificios: comparten bases de datos, programas informáticos, correo electrónico, acceso a internet y algunas otras. Del mismo modo, las comunicaciones suponen la base más importante del edificio de oficinas, de ahí la importancia de la incorporación de la fibra óptica que permite transmitir gran cantidad de información a alta velocidad.

Otra característica de este diseño inteligente es la descentralización; cada planta está dividida en zonas que se gestionan de forma independiente y cada una de ellas tiene su propio sistema de control de la climatización, extinción de incendios, control de accesos… manteniendo la independencia de cada subsistema, aunque interconectados entre sí y con el ordenador central.

Las neuronas de esta compleja infraestructura de administración y control informático se llaman
sensores. Se trata de pequeños dispositivos que se encargan de detectar cualquier cambio en la temperatura, presión y todo tipo de incidencias para que, de forma inmediata y automática, el sistema informático resuelva cualquier anomalía. Por ejemplo, para la detección de incendios se instalan unos sensores especiales que funcionan por ionización del aire. El humo ioniza el aire; cuando se alcanza un determinado nivel, el sensor dispara una alarma.

Asimismo, para el control de acceso se instalan dispositivos biométricos de seguridad que son capaces de reconocer los rasgos físicos irrepetibles: huellas dactilares, analizadores de retina o verificadores fónicos. Otros métodos son la implantación de detectores de hiperfrecuencia, que
aprecian cualquier movimiento, detectores de infrarrojos, tarjetas lectoras de identificación y contactos magnéticos para acceso a zonas restringidas.

Estas estancias “inteligentes” son además sanas, debido a que están dotadas de diseños ergonómicos que mejoran la calidad de vida y la productividad de las personas que trabajan en ellas. La ergonomía previene las enfermedades del oficinista al ofrecer mecanismos de control de la temperatura ambiente, con niveles de humedad apropiados, luminosidad correcta y equipamiento y mobiliario adecuados. Además, la arquitectura high tech favorece el traspaso de luz natural y crea una conciencia de exterior que contribuye a crear un bienestar psicológico en el empleado por sus efectos relajantes.

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sábado, 8 de noviembre de 2014

¿Podríamos verter los residuos radiactivos a los volcanes?


Tirar todos nuestros residuos nucleares en un volcán parece una solución buena y organizada para deshacernos de los más o menos 26.000 toneladas de barras de combustible de uranio agotadas que se almacenan en todo el mundo. Pero hay una condición indispensable que debería cumplir un volcán para que pudiéramos dejar allí todos los residuos. Y esta condición es el calor. La lava no solo debería fundir las barras de combustible sino también neutralizar la radiactividad del uranio.

Por desgracia, los volcanes no son suficientemente calientes.

La lava más caliente de un volcán puede llegar hasta los 1.316 ºC (suele ser la de los volcanes en escudo, que se llaman así porque son relativamente planos y anchos. Las islas de Hawaii continúan formándose con este tipo de volcanes). En primer lugar, no es una temperatura suficiente para fundir el zirconio (punto de fusión de 1.855 ºC) donde se almacena el combustible, por no hablar del combustible mismo: el punto de fusión del óxido de uranio, el que se usa en la mayoría de plantas nucleares, es de 2.865 ºC. Se necesitan temperaturas con varias decenas de miles de grados más para deshacer el núcleo atómico del uranio y que su radiactividad sea nula. Lo que se precisa es una reacción termonuclear, como la de una bomba atómica, lo cual no es una gran idea para deshacerse de los residuos nucleares.

Dejando de lado los puntos de fusión, un volcán probablemente ni siquiera se tragaría el material. La lava líquida en un volcán en escudo tiende a emerger, de modo que las barras no se hundirán mucho. En vez de eso, los residuos se quedarían en la parte más alta de la lava solidificada del volcán, al menos hasta que la presión del magma emergente fuera tan potente que el domo se quebrara y el volcán entrara en erupción. Y ese sería el verdadero problema.

Una corriente de lava normal ya es bastante peligrosa, pero la lava que saliera de un volcán que se ha utilizado para almacenar residuos radiactivos sería extremadamente radiactiva. Al final se solidificaría, y las colinas de la montaña se convertirían en un páramo nuclear durante décadas. Y el peligro llegaría aún más allá. Todo lo que hacen los volcanes es proyectar materia hacia el cielo. En una gran erupción, la ceniza y el gas puede elevarse hasta 10 km y luego dar la vuelta al globo varias veces. Todos tendríamos un problema realmente serio.

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viernes, 7 de noviembre de 2014

Agricultura y técnicas agrarias modernas – Una actividad básica




La agricultura, junto con la ganadería, la dedicación productiva más antigua de la Humanidad, está hoy en día intensamente influida por las ciencias y la industria. La cada vez mayor demanda mundial de alimentos, así como el descenso de la población rural obligan a la agricultura a tecnificarse y a especializarse con rapidez.

En los primeros estadios de la historia humana, los alimentos eran libremente obtenidos de la Naturaleza sin un trabajo previo de cultivo. A medida que los seres humanos fueron haciéndose sedentarios, se hizo necesario aumentar la cantidad de productos alimenticios que se obtenía de la Naturaleza. Así fue como nació la agricultura, un conjunto de técnicas destinadas a la obtención de alimentos de la tierra. Este alumbramiento fue tan importante en la historia humana que algunos autores hablan, con justicia, de la Revolución Neolítica. Gracias al aumento de la cantidad de alimentos disponibles, se formaron las ciudades, se comenzó a comerciar y a guardar alimentos para las épocas de escasez, asegurando la supervivencia.

Poco a poco, el ser humano fue seleccionando las especies que iba a cultivar y acostumbrándose a preparar la tierra antes de la siembra. Las técnicas agrícolas comenzaron a evolucionar.

Civilización humana y desarrollo agrícola son dos conceptos íntimamente relacionados. Todas las civilizaciones antiguas se fundaron en valles y cuencas muy fértiles. Por ejemplo, la egipcia, que se fundó en la ribera del Nilo gracias al potencial agrícola de la zona.

La agricultura fue inventada, probablemente, por los sumerios establecidos en los valles del Tigris y del Éufrates. Sus primeros sistemas de regadío datan aproximadamente del 4000 a.de C. Sin embargo, los egipcios fueron los que alcanzaron el cenit del desarrollo agrícola en su tiempo. No sólo ingeniaron un eficaz método de regadío, basado en las periódicas inundaciones del Nilo, sino que, además, practicaron ya técnicas sofisticadas, como la rotación de cultivos. Tal fue su grado de evolución como agricultores que Egipto se convirtió, en tiempos del Imperio Romano, en el granero del mundo civilizado, llegando a suministrar a Roma y sus provincias del orden de 7 millones de hectolitros de grano por año.

Las técnicas agrarias romanas fueron las empleadas también durante la Edad Media, cuando el
señorío, de antecedentes romano-germánicos, fue el modo de explotación más habitual. En él, las tierras eran distribuidas por los reyes entre los señores feudales, que las arrendaban a los campesinos, quienes las labraban a cambio de un tributo pecuniario o en servicios.

Los productos obtenidos se dedicaban por completo al autoconsumo, y los señoríos, en consecuencia, autoabastecían a sus pobladores. A pesar de que, desde los monasterios, donde se guardaban tratados agrícolas romanos, se intentaron implantar técnicas agrícolas más eficaces, lo cierto es que la tentativa no fraguó y la producción agrícola medieval era más bien pobre.

Los cambios tendentes a aumentar la producción vinieron precedidos del lento hundimiento del sistema feudal.

Uno de los primeros motivos de la caída de este sistema fue la Peste Negra que, al diezmar la población campesina, permitió aumentar la cantidad de terreno para los supervivientes. Además, el aumento de la demanda de la lana hizo que muchos de los terrenos señoriales se convirtieran en simples pastos para ovejas. El dinero excedentario permitió a los siervos de la gleba comprar su libertad y las tierras donde trabajaban, y ganar así su nueva condición de propietarios.

El desarrollo demográfico de las ciudades aumentó bruscamente la demanda de artículos del campo. Éstos y otros motivos produjeron la concentración de tierras en manos de los agricultores y una necesidad de incrementar la producción.

Esta situación se agravaría con el advenimiento de la Revolución Industrial en el siglo XIX. La consecuencia directa de estos cambios fue una mejora radical de las técnicas agrícolas. Entonces
comenzó a crecer la producción gracias a los nuevos cultivos más rentables, al desarrollo de los fertilizantes, al perfeccionamiento de los sistemas de rotación y a la creación de nuevos y más eficaces aperos de labranza y, más tarde, de máquinas agrícolas.

Inglaterra fue el país que más rápido y mejor aprovechó esta revolución agrícola. En el siglo XVII, comenzó a exportar su excedente de trigo, actividad poco común en la época. Cuando esta exportación cesó, ello se debió al aumento del consumo interno y no tanto al descenso productivo. No obstante, en el año 1800, la producción de trigo se había duplicado respecto a la media de la Edad Media y, en 1870, se había triplicado. El motivo de este éxito productivo era, fundamentalmente, la concentración de tierras, que favorecía la iniciativa privada tendente a aumentar la producción mediante el desarrollo de técnicas agrarias cada día más perfeccionadas.

La Revolución Francesa parceló y vendió a los campesinos las tierras de los señores. En Europa,
salvo en los países escandinavos, donde la Edad Media agrícola perduraría hasta aproximadamente la Primera Guerra Mundial, se entró en la era agrícola moderna gracias a la concentración de las tierras. En América y Asia, las cosas fueron sensiblemente distintas. En América, porque persistían los grandes latifundios o haciendas. En Asia, porque la gran densidad demográfica impidió el desarrollo de la agricultura, demasiado presionada por la demanda.

De esta época posterior a la revolución datan algunos de los avances más importantes en la tecnología agrícola: la diversificación de cultivos, el empleo de abonos artificiales, el arado en profundidad, la intensificación de cultivos como la remolacha azucarera o la patata –que emanciparían a Europa de las colonias americanas-, el inicio de la agricultura especializada, etcétera.

En la Edad Moderna, las mejoras en las técnicas agrícolas se han orientado fundamentalmente hacia el ahorro de una serie de bienes cada vez más escasos en el campo. Debido a la escasez de mano de obra se ha tenido que utilizar cada vez más maquinaria agrícola. Hoy –salvo frutas y hortalizas, cuyo proceso de mecanización es muy complicado-, la mayor parte de los productos vegetales se trabajan mediante máquinas: la plantación y la cosecha de cereales y de plantas forrajeras son un buen ejemplo de ello.

Por otro lado, el descenso de precios en el mercado obligó a economizar gastos y rentabilizar al
máximo el uso del suelo, el agua y la energía. Asimismo, se han seleccionado las especies más rentables, empleando a menudo técnicas de manipulación genética. Con ella se han obtenido híbridos de plantas muy resistentes a todo tipo de clima y a las plagas y las enfermedades. Para ello no se ha hecho más que seleccionar los genes útiles de la planta y eliminar los que, no siendo de utilidad, supusieran una merma a su desarrollo.

También han proliferado nuevas técnicas de labranza. Así, la labranza con recubrimiento o la labranza-sembrado son técnicas que eliminan el arado previo propio de las técnicas tradicionales. La técnica de la no-labranza o labranza cero es una práctica de cultivo en hilera basada en un método de pulverizado-plantado-recolección que da excelentes
resultados en suelos con buen drenaje. Estos métodos de sembrado sin labranza tienen varias ventajas: se obtienen cosechas múltiples y se minimiza la erosión del suelo y la pérdida de agua por evaporación y escorrentía. Pero, sobre todo, se ahorra tiempo, energía y trabajo, y se abarata el coste final del producto.

En lo referente a la protección de los cultivos, los avances también han sido importantes. La fumigación aérea con insecticidas cada vez menos dañinos para la planta o la lucha biológica contra los insectos mediante la multiplicación controlada de especies depredadoras son ya técnicas muy comunes. La termoterapia o tratamiento por calor de las plantas se ha mostrado también muy útil en la prevención de enfermedades víricas. La lucha contra las heladas se realiza a menudo con técnicas basadas en sistemas de calefacción artificial o con ventiladores elevados.

Frente a todas estas nuevas técnicas agrícolas artificiales surgen voces discordantes que advierten que
el campo se está contaminando con pesticidas artificiales y abonos químicos, lo cual -continúan- está empobreciendo el suelo y empeorando, en general, el medio ambiente. La agrobiología o agricultura biológica o ecológica, surgida a principios del siglo XX como respuesta a la tecnificación del campo, propone el uso de abonos vegetales compuestos –compost- y abonos verdes en lugar de los artificiales. Insiste también en la conservación de la vida microbiana del suelo evitando el volteo de la tierra. El monocultivo, considerado antiecológico, se sustituye en la agrobiología por una combinación de asociaciones y rotaciones de cultivos.

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miércoles, 5 de noviembre de 2014

THOMAS KELLER – Un imperio construido de costa a costa




Su visión de la cocina se vio rápidamente influida por las nuevas corrientes culinarias nacidas al calor de los movimientos concretados en la vieja Europa, e inició un proceso de evolución que culminaría con la apertura de su restaurante neoyorquino Per Se.

Las cosas parecen ir a favor de la corriente en el imperio de Thomas Keller. Puede que la suya no sea la cocina más avanzada de Norteamérica, pero a buen seguro que estamos ante el cocinero más reputado, reconocido y celebrado de un país que nunca ha apostado por la modernidad superlativa a la hora de sentarse a la mesa. También ante la alternativa culinaria más sólida del país.

Per Se, su restaurante neoyorkino, rápidamente se convertiría en el emblema de una marca que apenas si había empezado a crecer. Tal vez se lo deba a ese carácter que distingue una propuesta que se sitúa como el eslabón entre dos formas de entender la cocina, el punto de encuentro de dos tiempos, dos mundos y dos espacios vitales diferentes. De un lado, las ideas culinarias nacidas en el clasicismo francés y transformadas con la nouvelle cuisine. Del otro, el trabajo de las nuevas vanguardias culinarias. En el centro, un cocinero que protagonizó el movimiento renovador de la cocina norteamericana hasta erigirse como el emblema de toda una generación de profesionales.

La historia arranca en Yountville, al norte de San Francisco, California, con la apertura en 1994 de The French Laundry, toda una declaración de principios para una cocina que en aquellos tiempos todavía se manejaba en francés.

Su visión de la cocina se vio rápidamente influida por las nuevas corrientes culinarias nacidas al calor de los movimientos concretados en la vieja Europa, e inició un proceso de evolución que culminaría con la inauguración, diez años después, de Per Se, el restaurante neoyorkino que rápidamente se convertiría en el emblema de una marca que apenas si había empezado a crecer.

Culminaba así un camino de ida y vuelta iniciado muchos años antes con Rabel, el restaurante que abrió y cerró en la Gran Manzana antes de hacer las maletas y mudarse a la costa oeste, encapricharse de aquel local de Napa Valley y ahorrar hasta conseguir comprarlo. Cuentan que gastó más de un millón de dólares; pero demostró ser una buena inversión.

En el camino entre su Lavandería Francesa y Per Se encontró una cosecha de premios y
reconocimientos: Mejor Cocinero Americano de California 1996, de la Fundación James Beard, Cocinero Destacado de América, Cocinero del Año, cinco estrellas de la guía Mobil Travel Guide desde 1999 hasta la actualidad; Restaurante Preferido de América en la encuesta de Mejor Restaurante 2000 de la Wine Spectator; Mejor Cocinero de América de la revista TIME, Mejor Restaurante del Mundo 2003-2004 de la revista Restaurant, y así sucesivamente.

El trayecto de este cocinero puntilloso y detallista culmina en la apertura de nuevos locales: el Bouchon Bistro y el Bouchon Bakery, también en Yountville, y el Bouchon Las Vegas, en la ciudad de los casinos. Y por encima de todo, las cuatro
estrellas –máxima puntuación posible- concedidas a Per Se por The New York Times, las tres estrellas de la guía Michelin a sus dos restaurantes insignia, y el séptimo lugar del mundo que ocupa Per Se en la lista de Restaurant.

Son el resultado del trabajo largo y concienzudo de un cocinero que transformó la forma de entender la cocina en Norteamérica. De su mano se abrió la puerta a la fantasía, la naturalidad ocupó un lugar destacado en las cocinas y los platos redujeron sus proporciones para dar vida a largos y llamativos menus degustación .

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