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miércoles, 30 de abril de 2014

Torres y estructuras verticales – Acercándose al cielo






La culminación en 1889 de la torre Eiffel, el edificio más alto del mundo durante los 40 años siguientes, supuso un gran logro en la construcción de estructuras verticales. El acero y una nueva técnica de cálculo de fuerzas permitieron la elevación de este emblema de la arquitectura vertical hasta una altura de 300 m Hoy, antenas de televisión y de radio, plataformas para el lanzamiento de cohetes y edificios de viviendas u oficinas, entre otras construcciones, albergan la misma intención que la torre parisiense: rasgar el cielo, llegar a lo más alto.

Es bien sabido que no se puede levantar demasiado del suelo una estructura vertical estable sólo con superponer piezas. Considérese, por ejemplo, una pila de libros: si no es muy alta, seguramente no se desmorone espontáneamente; sin embargo, si se pretende elevarla a una altura considerable por simple superposición de libros, enseguida se observará cómo un leve golpe de viento u oscilación de la base donde se ha montado, por ejemplo, darán al traste con la pila.

Esta sencilla y común experiencia pone de manifiesto algunos de los múltiples enemigos naturales que tienen que tener en cuenta los arquitectos e ingenieros a la hora de planificar la construcción de estructuras verticales. Viento, terremotos, fuerza de la gravedad, etcétera.

Tal vez la primera construcción destacable por su altura sea la que al mismo tiempo es la más antigua de las pirámides que se conservan: la mastaba de Djoser, en Saqqara, Egipto. Construida con piedra caliza de Tura, data del 2650 a.de C. Sus 62 m de altura pronto se verán superados: unos 50 años después, la pirámide de Meidum alcanzó los 89 m. Desde entonces, las pirámides fueron cada vez más altas: 102 m, la inclinada de Snefru; 104, la de piedra del Norte, también de Snefru. La Gran Pirámide de Keops, en Gizeh, llegó a alcanzar los 147 m; hoy, sin embargo, mide sólo 137; los 10 m que faltan son los del piramidio –la cúspide-, que se perdió.

Aunque existieron otras importantes construcciones antiguas de gran altura –como el Faro de
Alejandría-, lo cierto es que ninguna permanece en pie. Hubo que esperar más de 4.000 años para ver una construcción más alta que las pirámides que haya permanecido erguida hasta nuestros días. Entre 1307 y 1561, se construyó la catedral de Lincoln en Inglaterra. Su torre central, con estructura de madera revestida de plomo, que alcanzaba los 160 m, fue derrumbada por un temporal. Algo parecido le ocurrió a la catedral de San Pablo, edificada en Londres entre 1315 y 1561: un rayo alcanzó su estructura de madera de 149 m y produjo un incendio que la destruyó.

Estas incidencias devolvieron el honor de ser la construcción más alta a las pirámides egipcias. Sin embargo, entre 1420 y 1439, se construyó la basílica de Nôtre Dame, en Estrasburgo, Francia. Levantada con arenisca de los Vosgos, alcanza 141 m de altura. Este récord sería superado un siglo más tarde (1568), cuando se levantó, a base de madera revestida de plomo, la
torre de St.Pierre de Beauveais, también en Francia, de 153 m. Pero sólo cinco años después de ser acabada, la construcción se vino abajo. Así, Nôtre Dame siguió siendo la edificación más alta del mundo hasta cuatro siglos después de su construcción.

En 1846, gracias a la combinación de hierro y piedra, la iglesia alemana de San Nicolás de Hamburgo arrebató definitivamente el título a los franceses con sus 144 m. Tres décadas después, se construyó la catedral de Rouen, que, con estructura de hierro fundido, llegó a 147 m. De piedra serían los edificios que batieron los dos siguientes récords: la catedral de Colonia, Alemania, de 1880 -156 m- y el Washington Memorial, Estados Unidos, terminado en 1884 -169 m-.

En más de 3.500 años, tan sólo se ganaron unas decenas de
metros respecto a las antiguas pirámides. El salto cuantitativo lo daría el ingenio Gustave Eiffel (1832-1923). Sus técnicas en construcciones de acero y un novedoso método de cálculo de fuerzas y tensiones dieron fama a Eiffel en toda Europa. Por ello se le encargó la construcción de una gran torre para la Exposición Universal de París de 1889. Sobre una base en forma de cuadrado de 125 m de lado, un equipo permanente de 60 obreros, siguiendo los 5.300 planos, la levantó durante 26 meses sobre cuatro pilones anclados en sus respectivos cimientos.

La torre tuvo una altura inicial –variable según la temperatura y las condiciones ambientales hasta en 18 cm- de 312, 27 m- con la antena que posteriormente se añadió a su cúspide fueron 320,75-. Cuenta con tres plataformas, a alturas respectivas de 57, 115 y 276 m, con un peso total de 10.000 toneladas, 7.300 de las cuales pertenecen a su esqueleto metálico, lo que para sus dimensiones supone una estructura sumamente ligera –se ha calculado que, si se redujera a una escala 1:1.000, tendría 30 cm de altura y pesaría apenas 7 g-. En 1980, la torre –formada por 15.000 piezas de acero, con 1.792 escalones y 1.050.846 remaches metálicos- fue aligerada en 1.343 toneladas mediante recortes practicados en el suelo del primer piso. No obstante, ha engordado aproximadamente esos mismos kilos a causa de las antenas y los ascensores incorporados al diseño original. Los arcos inferiores, que sirvieron de entrada principal a la exposición, a pesar de lo que pueda parecer, carecen de función de sustentación: son un simple adorno. La torre Eiffel conservó el título de edificio más alto del mundo durante 40 años.

En 1929, los estadounidenses arrebataron el dominio en las construcciones de altura a Europa con el
edificio Chrysler, que llegó a los 318 m. Sería tan sólo el pionero de las macroconstrucciones estadounidenses. Después, el Empire State, fabricado, como el anterior, con acero y cemento, superó los 381 m primero y, luego, en 1959, tras añadírsele una antena de televisión, los 449 m.

Desde entonces, los récords de altura recayeron sobre las puntas de las antenas de radiotelevisión de acero: en 1954, la de Oklahoma, de 479 m; en 1956, la de Nuevo México, de 490 –destruida por un vendaval en 1960-; en 1959, la de Maine, 493; en 1960, la de Missouri, 510; en 1962, la de Georgia, 533; en 1963, la de Dakota del Norte, 628… El récord salió de Estados Unidos en 1974, cuando la antena de Radio Varsovia alcanzó los 646 m. Para sustentar sus 550 toneladas de acero galvanizado, se emplearon 15 cables de acero anclados al suelo. Tiene tal altura que si una persona cayera desde lo alto, alcanzaría su velocidad terminal –de 200 km/h- antes de llegar al suelo. Es imposible caer más rápido.

Existe una enorme diferencia entre las variables que hay que tener en cuenta al proyectar edificios de viviendas y construcciones como la torre CN de Metro Center en Toronto, Canadá, de 555 m de altura. Esta torre es la más ata sujeta sólo por cimentación, sin ayuda de cables y en su construcción se emplearon nada menos que 130.000 toneladas de hormigón armado postensado –con barras de acero tensadas en su interior-. Esta torre posee un restaurante giratorio a una altura de 347 m. Mientras la probabilidad de caída de un rayo en un edificio bajo es relativamente pequeña, en una construcción como ésta es casi seguro que, en cada tormenta, varios rayos la alcanzarán. De hecho, una media anual de 200 rayos caen sobre sus pararrayos.

Otro de los problemas propios de las estructuras verticales altas es la oscilación producida por el
viento: la torre Eiffel, por ejemplo, puede llegar a oscilar hasta 12 cm. Los cálculos de la fuerza del viento son muy importantes; existen tablas muy precisas que evalúan los límites de seguridad. Un ejemplo: una simple bandera sujeta por ambos extremos afecta al valor de la fuerza que el viento imprime sobre el edificio y debe ser tenida en cuenta; una sujeta por un mástil produce sólo el 25% del efecto de la anterior. Más peligrosos son, en muchos casos, los terremotos. En lugares sísmicamente activos, como muchas zonas de Asia, los edificios nunca alcanzarán una altura demasiado elevada porque deben ser sismo-resistentes. Son muchos más los factores ambientales que hay que tener en cuenta al proyectar una torre. La presión que pueda ejercer la retención de nieve, por ejemplo, es tan importante que muchas torres y edificios altos incorporan un circuito descongelante.

Chimeneas, torres de refrigeración, edificios de oficinas, torres de televisión…Multitud de construcciones humanas superan la altura de lo que podría parecer seguro y, sin embargo, se mantienen erguidas. Rasgar el cielo con sus construcciones es una aventura que, innegablemente, engrandece al ser humano.

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martes, 29 de abril de 2014

¿Cuál es la galaxia más cercana?


La galaxia más cercana a la nuestra está dentro de la Vía Láctea, es la galaxia enana Canis Major, que terminará siendo absorbida por completo por la nuestra. Contiene mil millones de estrellas, mientras que la Vía Láctea tiene 200.000 millones.

La galaxia grande que tenemos más cerca es Andrómeda. Está a unos 2 millones de años luz.

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jueves, 24 de abril de 2014

Contaminación atmosférica urbana- Vivir en una isla de calor.


Las ciudades son focos infecciosos de un planeta enfermo. Se han convertido en islas muy poco paradisiacas, más contaminadas y calurosas que el entorno que las rodea, y en las que los fenómenos meteorológicos tienen su propio código.

Imagine que vive dentro de una burbuja calurosa y contaminada. Así se encuentran los habitantes de las grandes ciudades, que se han convertido en auténticas islas de calor, pues distintas variables hacen que aumente la temperatura respecto a la de zonas de alrededor. Por ejemplo, el calor artificial producido en un año por las diversas actividades humanas equivale al 20% del que proporciona el Sol. De hecho, en invierno este calor artificial se iguala al producido por el Sol, por lo que es como si este último se duplicase. Así aumenta en casi un grado la temperatura media de una gran urbe. Además, el ciudadano es víctima de la contaminación atmosférica, que daña su aparato respiratorio: en reposo, un adulto inspira entre 6 y 9 litros de aire por minuto, lo que equivale a entre 9 y 13 metros cúbicos al día. Pero en las vías respiratorias se introduce también una media de 0.5 a un gramo de veneno por metro cúbico de aire inspirado.

Este progresivo deterioro de las condiciones de vida se debe al crecimiento de las urbes. Las ciudades influyen pues en el medio ambiente y, a su vez, esas condiciones climáticas alteradas repercuten sobre el hábitat urbano. Un juego en el que los distintos fenómenos se devuelven la pelota consecutivamente.

La capa de aire recalentado, estancada sobre las grandes ciudades a unos 200 o 300 metros de altura,
forma una verdadera isla de calor respecto al campo que las rodea. Ese calor hace soportable el frío del invierno, pero en los días de verano transforma las ciudades en hornos. El fenómeno tiene su origen en el particular tejido urbano, formado sobre todo por asfalto, hormigón y cemento, materiales que absorben como media un 10% más de energía solar que la capa vegetal protectora del campo. Ése es el motivo principal por el que, en las horas centrales de un día de verano, el asfalto y las paredes externas de los edificios pueden alcanzar temperaturas comprendidas entre los 60 y los 90 grados. Ese excedente de calor almacenado por los inmuebles es luego irradiado en forma de energía infrarroja, con el consiguiente calentamiento del aire de la ciudad.

A la formación de las islas de calor contribuye también la típica disposición geométrica de las metrópolis, con calles semejantes a desfiladeros, que forman pasillos relativamente estrechos con respecto a las dimensiones verticales de los edificios. La energía infrarroja irradiada al entorno por las superficies que delimitan los pasillos ciudadanos, en vez de dispersarse libremente por el espacio, es en gran parte atrapada y sucesivamente reflejada varias veces por los edificios situados a ambos lados de las calles. Precisamente a causa de este fenómeno, conocido como efecto cañón, la isla de calor se manifiesta sobre todo por la noche, pues el aire tarda más tiempo en enfriarse que en zonas más abiertas, y la temperatura no baja tanto. Así, las largas noches de invierno son las más propicias para que se acentúen las diferencias de temperatura entre la ciudad y las zonas circundantes. Y mucho más si son anticiclónicas, sin viento ni lluvia que mitiguen ese efecto.

Al excesivo recalentamiento del clima urbano contribuye también, de forma sustancial, la continua
emisión a la atmósfera de calor artificial, generado en parte por la combustión de hidrocarburos para la calefacción, el transporte y diversas actividades industriales. En menor medida, también influyen los procesos metabólicos de los ciudadanos (uno con una superficie corporal de 1.72 m2 emite unas 3.200 kcal al día, lo que equivale a las tres cuartas partes del calor producido por un kilo de petróleo). Durante el verano, en las grandes urbes, el calor adicional causado por las actividades humanas suma entre 10 y 20 vatios por metro cuadrado, una cantidad equivalente al 10% de lo que nos llega del Sol.

La isla de calor se intensifica porque hallamos pocas superficies de evaporación, como estanques, prados y árboles, que contribuirían a una disminución de la temperatura. No en vano, en las inmediaciones de los parques se registran diferencias de hasta dos o tres grados. La contaminación atmosférica también influye en la formación de islas de calor, pues aunque el polvo y los aerosoles que flotan sobre las ciudades reducen entre un 5% y un 10% las radiaciones solares que inciden en el suelo, amortiguando así el calentamiento, también impiden la salida al exterior del calor acumulado en la Tierra (efecto invernadero).

El aire puro es una mezcla de sustancias aeriformes, cuya composición porcentual se mantiene
constante hasta los 80-90 km de altura. Sin embargo, el aire limpio no existe en la naturaleza, ya que siempre contiene, aunque sea en proporciones modestas, sustancias extrañas emanadas a la atmósfera por procesos naturales como, por ejemplo, la respiración de los vegetales, las erupciones volcánicas, la erosión del suelo y las rocas por obra del viento, el polvo cósmico o los incendios forestales. En particular, contiene una significativa presencia de anhídrido carbónico (0.03%) en los primeros 15 km de altura, y de ozono en las siguientes capas.

Pero, además, la composición del aire siempre se ha visto modificada por las actividades humanas: en la actualidad, las variaciones se deben, sobre todo, a las sustancias liberadas durante la combustión de los hidrocarburos y las actividades industriales. Los principales contaminantes en zonas urbanas son el dióxido de azufre (derivado en un 78% de la calefacción y la industria), el monóxido y el dióxido de nitrógeno (debidos en un 52% a los gases de escape de los automóviles, y en un 45% a la calefacción y la industria), el monóxido de carbono (más del 90% a causa de los gases emitidos por los tubos de escape de los coches), el total de partículas de polvo en suspensión (50% procedente de los coches) y los compuestos orgánicos volátiles, entre los que se encuentran hidrocarburos como el benceno (que procede en un 87% de los tubos de escape).

La contaminación urbana, que encuentra su origen sobre todo en la calefacción, el tráfico y la industria, se diferencia de la natural no sólo por la cantidad de contaminantes, sino también por su calidad. Por ejemplo, en verano, los contaminantes se ven sometidos a la acción de la intensa radiación solar (y, sobre todo, de su componente ultravioleta) y sufren un proceso de fotodisociación que los transforma, desde el punto de vista químico, en contaminantes secundarios como el ozono (smog fotoquímico). Sin embargo, éste sólo aparece en elevadas concentraciones en épocas cálidas, ya que para su formación, además de la presencia del dióxido de nitrógeno, necesitan altas temperaturas y ambiente soleado.

En el entorno urbano, los contaminantes reaccionan químicamente con el vapor de agua, favorecidos por la intervención de los rayos solares, y provocan la aparición de microscópicas partículas de ácido sulfúrico, ácido nítrico y sus correspondientes sales (nitratos y sulfatos). Estas sustancias conllevan un alto nivel higroscópico (es decir, que absorben el agua), por lo que actúan como núcleos de condensación, en torno a los cuales tienden a agruparse miles de millones de moléculas de vapor de agua de la atmósfera, dando lugar a las microscópicas gotitas de las nubes. Al formarse las nubes con mayor facilidad sobre las ciudades, llueve más que en el campo.

Los estudios realizados coinciden en señalar una mayor pluviometría en la ciudad que en las zonas rurales próximas en cantidades que oscilan entre un 5% y un 10%. Hasta tal punto influye la contaminación que en Madrid, por ejemplo, se ha observado una mayor pluviometría en los días laborables.

La isla de calor también influye en la intensidad de las lluvias. De hecho, el recalentamiento de la atmósfera urbana intensifica los movimientos ascensionales de tipo convectivo, que constituyen la primera causa, durante las tardes de verano, de la formación de los cúmulos que provocan las tormentas. Cuanto mayor sea la velocidad de la ascensión, mayor será la cantidad de vapor de agua condensado en un tiempo determinado y, en consecuencia, aumentará la probabilidad de la aparición de lluvias de fuerte intensidad.

La composición química de las precipitaciones metropolitanas también padece modificaciones. Dado
que son el producto de la suma de miles de millones de microscópicas partículas combinadas con vapor de agua, las gotas que caen en las aglomeraciones urbanas tienen un fuerte contenido ácido, ya que, como hemos explicado, en el entorno de las ciudades los núcleos de condensación que encierran son predominantemente ácidos. Además, durante su caída, las gotas de lluvia capturan otros núcleos, incrementando su propio contenido ácido. El efecto más evidente de esta lluvia ácida en las ciudades es la corrosión de los edificios, visible sobre todo en los monumentos.

Los edificios constituyen un obstáculo para la libre circulación del aire, de manera que en las ciudades la intensidad del viento se reduce entre un 20% y un 30% respecto al campo. Sin embargo, las calles tienden a canalizar y reforzar notablemente las corrientes. Las modificaciones de las características del viento también se pueden advertir en los edificios, sobre todo en los más altos. Parte de la masa de aire estancada en el lado de donde procede el viento rodea lateralmente el obstáculo, dando lugar a fuertes aceleraciones y remolinos en los ángulos de la construcción.

Las islas de calor y los contaminantes atmosféricos representan una constante amenaza para la salud de los ciudadanos. Las primeras porque, en determinadas situaciones meteorológicas, convierten el clima urbano en algo insoportable. Los segundos porque, incluso en pequeñas dosis, constituyen verdaderos venenos para nuestro organismo. Además, la calidad del aire se deteriora cada vez más por la intensificación de la isla de calor. De hecho, cuando la temperatura sube, las reacciones químicas que se encuentran en el origen de los contaminantes se producen a mayor velocidad, con el consiguiente aumento de la cantidad de smog. Se ha calculado que el aumento de un grado en la isla de calor determina una subida del 3% en la concentración de ozono (hablamos de “ozono malo”, para distinguirlo del de la troposfera, que nos defiende de los rayos ultravioleta).

Es evidente que cualquier programa dirigido a mejorar la habitabilidad de las ciudades debe incluir
medidas que mitiguen los efectos de la isla de calor y reduzcan la concentración de contaminantes. Para limitar la producción de calor artificial es necesario evitar su derroche en casa, aislando mejor el interior mediante dobles ventanas y cierres de buena calidad. Pero lo más aconsejable sería que a la hora de construir, se tuvieran en cuenta los tipos de materiales que se utilizan, pues el cristal, por ejemplo, es una trampa de calor y, por lo tanto, muy desaconsejable.

Otra alternativa podría ser el reciclaje del exceso de calor producido por la industria. Pero, sin duda, la mejor solución sería reducir la cantidad de energía solar capturada en el área urbana. Un experimento llevado a cabo en Los Ángeles demostró que su temperatura estival disminuiría hasta 4º C si en el 5% del área metropolitana se plantaran diez millones de árboles. De hecho, la evaporación de los suelos húmedos, o de las hojas de las plantas resta gran cantidad de calor al aire (600 calorías por cada gramo de agua que se evapora). El efecto refrigerante de los árboles resulta muy eficaz, no sólo gracias a la transpiración de las hojas, sino también a la sombra proyectada sobre el suelo.

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miércoles, 23 de abril de 2014

¿Es verdad que los perros sudan por la lengua?






Durante los días de verano de un perro, su lengua mojada les refresca tanto como a nosotros nuestras axilas sudorosas. Pero, por suerte para los perros, sus lenguas no transpiran de verdad.

Los animales con poco pelo en el cuerpo –como los humanos, los caballos y algunas especies de monos- se refrescan cuando el sudor se evapora de su piel. Para las especies con pelo largo, como los perros, sudar sería como ponerse un abrigo empapado. Por esta razón, los perros sacan la lengua y jadean para enfriarse.

Se necesita energía, en forma de calor corporal, para evaporar el líquido de la superficie de la piel o de la lengua. Cuando el calor evapora la humedad de la superficie, la temperatura corporal baja.

Después de algunos años, los científicos han descubierto que el termostato interno de los perros el sistema termorregulatorio, reacciona al calor bombeando sangre caliente a la lengua, abriendo las glándulas salivales y provocando una respiración rápida y poco profunda. A medida que el aire caliente fluye por la tráquea y la lengua, ayuda a evaporar la humedad, lo que elimina el calor de la sangre del perro.

Además de bajar la temperatura corporal, este proceso ayuda a refrigerar el cerebro. La sangre circula por la nariz y la lengua y llega más fría al cerebro, lo que mantiene el órgano que regula el calor a una temperatura más baja que el resto del cuerpo. El sistema de enfriamiento no funciona tan bien para las razas con el morro corto, como el pekinés, que tiene el hocico más pequeño y conductos de aire más estrechos.

De hecho, los perros no son los únicos animales que usan trucos ingeniosos para refrescarse. Las ratas se lamen la barriga. Los canguros, cuando descansan, se soplan y lamen el cuerpo, y saltar les hace dejar de sudar. Y puede que esto no suene muy bien, pero las cigüeñas alivian el calor defecando sobre sus largas patas.

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sábado, 19 de abril de 2014

Centro de Control de Enfermedades


Con el objetivo de mejorar la salud pública y llevar a cabo investigaciones para evitar enfermedades, los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés) representan uno de los dos únicos lugares autorizados para conservar muestras del virus de la viruela, actualmente extinguidos en todo el mundo. Hoy se discute si ha llegado el momento de destruir el virus o se deben guardar pequeñas muestras para la investigación.

El CDC fue fundado en 1942 como la Agencia de Actividades de Defensa Nacional para el Control de la Malaria. Atlanta fue elegida para establecer la sede, ya que esta enfermedad era endémica en los estados del sur. Posteriormente, la organización cambió de nombre varias veces y amplió el enfoque de sus investigaciones. Hoy día da empleo a 15.000 personas y tiene un presupuesto anual de varios miles de millones de dólares.

El CDC es, además, uno de los pocos centros que alberga laboratorios de bioseguridad de nivel 4, una categoría que refleja las extraordinarias precauciones que son necesarias para guardar ciertos agentes biológicos nocivos. Son precisamente esas estrictas medidas de seguridad las que permiten que en sus laboratorios se puedan almacenar muestras de la viruela. Solo un puñado de otros virus,
como el ébola o el marburgo, están sometidos a ese elevado nivel de seguridad.

La viruela causó millones de muertes en todo el mundo durante siglos y parecía estar fuera de control hasta que Edward Jenner, un médico inglés, descubrió la primera vacuna efectiva en 1796. En 1980, después de un programa de vacunación global que se prolongó durante varias décadas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmó que la viruela era la primera enfermedad que había sido completamente erradicada de la Tierra. La última persona que la contrajo de forma natural (no se contagió en un laboratorio de forma accidental) fue un trabajador de un hospital somalí que no se había vacunado.

Se puso entonces en marcha un plan para que todas las muestras de viruela fueran entregadas y destruidas, pero EEUU y la Unión Soviética alegaron que ellos deberían poder conservar pequeñas muestras en instalaciones de alta seguridad para seguir investigando. El CDC fue una de esas instalaciones, y la otra el Instituto VECTOR, el Centro Estatal de Virología y Biotecnología en Koltsovo, Rusia.

El CDC alberga alrededor de 450 muestras, y algunas han sido bautizadas de acuerdo con su origen:
por ejemplo, Harvey procede de un paciente inglés que contrajo el virus en Gibraltar; Yamamoto, de Japón, y García, de Sudamérica. Todas se guardan en congeladores bajo llave en un edificio de alta seguridad donde no más de 10 científicos tienen acceso a ellas. En las raras ocasiones en que alguien debe acercarse tiene que equiparse con trajes de protección y con sistema de respiración.

La Organización Mundial de la Salud reabre regularmente el debate sobre si se deben destruir o no las muestras, y hasta ahora la respuesta ha sido negativa. Quienes defienden su eliminación sostienen que un rebrote solo es posible si el virus se conserva, mientras que quienes prefieren conservarlas arguyen que es imposible saber si estas son realmente las últimas que quedan en el planeta. Además, se supone que ningún país se quedó con ninguna pequeña muestra después de la destrucción de 1980, aunque no se puede saber con seguridad.

Por si fuera poco, toda la población nacida a partir de 1980 está sin vacunar y se sabe que los vacunados solo pueden contar con una década de inmunidad. En una época en la que el bioterrorismo es una amenaza constante, los defensores de la conservación de las muestras sostienen que sería una locura eliminar nuestra mejor oportunidad para luchar contra una nueva epidemia.

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Jan van Eyck




“El Matrimonio Arnolfini” parece a primera vista un cuadro corriente. Es una acogedora escena doméstica, completada con un perro peludo y zapatos sucios. Los detalles sólo aparecen cuando se lo inspecciona detenidamente: los reflejos que brillan en el candelabro, las sombras que caen sobre un pináculo de madera esculpida y los cerezos en flor de un árbol que hay fuera. Y cuando la mirada se detiene en la pared del fondo de la habitación, vemos una recargada inscripción en latín donde se lee: “Jan van Eyck estuvo aquí. 1434”.

Se trata de una firma; una de las primeras firmas de artista de la historia. Dirigir tanto la atención hacia sí mismo era algo sin precedentes para un pintor. Los artesanos pintaban de manera anónima para la gloria de Dios, y no se preocupaban de cosas como las sombras, la perspectiva o la profundidad. Y en ese momento, llega caído del cielo este cuadro puramente secular de un hombre y una mujer con su perro. Tiene sombras, una representación tridimensional y está firmado. No se trataba sólo de un nuevo cuadro, era algo revolucionario.

No sabemos gran cosa de Van Eyck, aparte de que nació en Flandes (una parte de la actual Bélgica), pero démosle al tipo un respiro. Mientras estaba redefiniendo la idea de artista, a nadie se le ocurrió tomar nota de su biografía.

La primera noticia que se tiene de él data de 1422, cuando estaba trabajando en La Haya como pintor de corte del conde de Holanda. En el año 1425, Van Eyck pasa a ser pintor de corte y valet de chambre, un puesto de honor, de Felipe el Bueno, duque de Borgoña. Felipe apreciaba al artista, y lo envió a diversas misiones diplomáticas, lo hizo padrino de su hijo y dio una pensión a su viuda. Los informes del duque incluyen una carta en la que regaña a sus empleados por haberse demorado en entregar la paga al artista.

Uno de los primeros cuadros conocidos de Van Eyck es tambén uno de los más famosos. El “Políptico de Gante” es un enorme retablo creado para la catedral de San Bavón, en Gante. Incluye una inscripción que declara que fue empezado por Hubert van Eyck, pero que lo acabó Jan en 1432. De Hubert no sabemos nada de nada y aunque la inscripción asegura que “no existe mejor” artista; los historiadores creen que fue el hermano mayor de Jan.

El retablo ignora siglos de tradición artística. En lugar de ser una representación plana y simbólica,
consigue crear una sensación de tridimensionalidad sin precedentes, especialmente a través de la luz y la sombra. Van Eyck también revolucionó el uso del color utilizando pintura con base de óleo en lugar de témpera (con base de huevo). Las pinturas al óleo pueden aplicarse en capas para crear un color traslúcido; también se secan lentamente, lo que permite el retoque (Por esa razón a Miguel Ángel no le gustaba el óleo, creía que era para las personas sin carácter) El resultado es de más profundidad y brillantez, y un mayor control.

La restauración del Políptico de Gante, entre 1950 y 1951, descubrió muchos retoques y restauraciones anteriores de manos poco habilidosas, de manera que los expertos en arte se propusieron reparar el daño. Cuando estaban estudiando el cuadro con rayos X, observaron que la imagen del Cordero de Dios había sido totalmente pintada de nuevo, y que el cordero original había quedado tapado bajo una torpe imitación. Los restauradores empezaron a descubrir el cordero más antiguo, empezando por la cabeza, pero los de Gante estaban impacientes y pidieron que les devolvieran el retablo. Los expertos no tuvieron más remedio que devolver la pintura con el trabajo a medias. En la actualidad, si se mira de cerca el Cordero, se puede ver que no tiene dos orejas, sino cuatro.

Volvamos de nuevo al más famoso cuadro de Van Eyck, “El Matrimonio Arnolfini”, que data de
1434. El hombre va vestido con una capa de piel con adornos, y lleva un enorme y fofo sombrero negro (de rigor en la indumentaria de moda de los borgoñeses); la mujer lleva un tocado blanco, un vestido verde y blusa azul. De la pared del fondo cuelga un espejo convexo con un marco decorado, que refleja la ventana, a la pareja y, lo que es más intrigante, a dos figuras apenas visibles de pie en el umbral de la puerta, exactamente donde se colocaría uno si estuviera mirando hacia dentro de la habitación. Encima del espejo está la extraña firma: “Jan van Eyck estuvo aquí. 1434”. ¿Qué hace que este cuadro sea tan importante? Primero, el tema. No es religioso: se trata de gente corriente, no de santos, vírgenes o mártires, ni siquiera de la realeza. Segundo, su extraordinario realismo. La luz entra por la ventana bañando el rostro de la mujer con un brillo suave. La piel de la capa del hombre parece ser suave y mullida; se pueden ver los detalles de la piel de las naranjas que hay en el alféizar de la ventana.

La reacción de la mayoría de la gente ante “El Matrimonio Arnolfini” es: “¡Vaya, esa mujer está muy embarazada!”. Un comentario siempre acompañado de risitas maliciosas, porque se supone que el cuadro representa una boda, o, lo que es peor, un compromiso de matrimonio. ¿Se trataba de un matrimonio a la fuerza, en vista de lo que había en perspectiva?

Resulta que la mujer iba simplemente vestida a la moda de la época. En el siglo XV los vestidos tenían tanta ropa extra en la parte delantera que las mujeres se veían obligadas a levantárselos incluso para poder caminar. De modo que no podemos suponer que la señora Arnolfini está con bombo sólo porque parezca que le faltan cinco minutos para dar a luz.

Queda por descubrir a quién y qué representa el cuadro. Los primeros inventarios lo describen como un retrato de un hombre llamado Hernoul le Fin, y un estudioso del siglo XIX relacionó este nombre con el de los Arnolfini, una familia italiana de mercaderes textiles que trabajaban en Brujas. Durante más de un siglo se creyó que el cuadro
representaba a Giovanni di Arrigo Arnolifini y a su esposa, Giovanna Cenami, hasta que se descubrió que la pareja se había casado treinta años después de la fecha del cuadro. En este momento los estudiosos están divididos. Algunos creen que representa a Giovanni con su anterior esposa, mientras que otros piensan que se trata de un Arnolfini completamente diferente.

Tras la muerte de Van Eyck, el 9 de julio de 1441, su reputación como “el rey de los pintores” se extendió por toda Europa. Uno de los grandes herederos de su tradición fue el pintor holandés Johannes Vermeer (1632-1672), cuyos interiores de clase media bañados de luz deben mucho al legado de Van Eyck. En todas sus obras llama la atención su firma; algunos cuadros llegan a proclamar: “Van Eyck me hizo”. Puede que no sepamos mucho de él, pero su destacada firma sugiere que creía firmemente en la importancia de su papel en el mundo artístico.

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jueves, 17 de abril de 2014

Diógenes – El cinismo como forma de vida



 Diógenes fue un filósofo griego atípico. Combativo, irónico, mordaz, enemigo de la especulación filosófica, fue ante todo un provocador. Formuló la visión cínica de la vida y legó a la Historia una ingente cantidad de anécdotas –algunas verídicas- que revelan, mucho mejor que su pensamiento, su particular visión del papel social del filósofo.

Cuenta Diógenes Laercio –en su obra Vidas, Opiniones y Sentencias de los Filósofos Más Ilustres- que, en cierta ocasión, su homónimo Diógenes el Cínico (400-323 a. C.) paseaba por el ágora ateniense a plena luz del día con un farol encendido en la mano; cuando, asombrados, sus conciudadanos le preguntaron la razón, él repuso: “Estoy buscando un hombre honesto”.

La doctrina filosófica de Diógenes no se halla en las obras que escribió –de las que casi nada se ha conservado-, sino más bien en su forma de entender y vivir la vida; en su plena y radical coherencia y, sobre todo, en su afán de convencer no con argumentos, sino con burlas y provocaciones. Sólo concedía importancia a la ley natural, negándose a respetar convención social alguna, ni siquiera las relativas a las necesidades fisiológicas más íntimas-incluso se masturbaba en público-; para él, no había nada de vergonzoso en utilizar remedios naturales para satisfacer necesidades naturales. Defendía como lícito el incesto y rechazaba la familia y el matrimonio por considerarlos costumbres impuestas. En definitiva, asumió la condición estrictamente animal del ser humano, preconizando la vuelta a la naturaleza y el abandono de unos valores sociales, para él, enviciados y caducos.

Diógenes fue un filósofo que sorprendió a sus coetáneos con una actitud vital mordaz, provocadora y sarcástica. Renunció a toda comodidad material para vivir en una tinaja (el famoso tonel de Diógenes), al creer que la felicidad humana exige austeridad y recogimiento interior. Como desconocía el concepto de vergüenza (aídos), sus conciudadanos le llamaron El Perro –en griego, kynicós, “perruno”, de donde procede nuestro adjetivo cínico, en el sentido de “procaz” o “impúdico”-, al representar este animal entre ellos la desvergüenza (anaídeia).

Diógenes nació en Sínope, ciudad del Ponto, al sur del Mar Negro, entonces bajo influencia helénica y hoy en territorio turco. Cuentan las imprecisas crónicas que, involucrado con su padre en un caso de falsificación de moneda, tuvo que abandonar su tierra natal, no se sabe bien si desterrado o huyendo. Ese suceso marcó su vida y también su pensamiento ético, pues para los griegos el exilio era una condena terrible, al suponer la separación definitiva del hogar y la pérdida de la ciudadanía. Tiempo después, el propio Diógenes, tratando de restar importancia a esta pérdida, se declaró cosmopolita o “ciudadano del mundo”.

Llegado a Atenas, Diógenes conoció a Antístenes –discípulo de Sócrates y precursor del cinismo-,
tratando repetidamente de que, pese a su negativa a tenerlos, le admitiera como discípulo. Harto Antístenes de su perseverancia, en cierta ocasión le amenazó con su bastón, dispuesto a descargarle un buen golpe que le hiciera desistir. Diógenes le detuvo, diciéndole: “¡Pega! Pero no encontrarás un palo tan duro que me aparte de ti mientras yo crea que dices algo importante”. Tenaz y convincente, Diógenes lograría que finalmente le aceptara como discípulo. De él aprendería, llevándolos hasta sus últimas consecuencias, algunos importantes conceptos éticos, como el de la búsqueda interior de la virtud mediante el contacto con la naturaleza; la autoexigencia de la vida austera e, incluso, la sencillez estética: la túnica como única vestimenta, el morral como única propiedad y el bastón y la barba como signos externos del filósofo. Diógenes, como su maestro, siempre pensó que la riqueza del hombre no se halla en su casa, sino en su alma y que, por tanto, el sabio debe rechazar toda apetencia material, esforzándose por seguir el camino ascético de la verdadera felicidad: la autosuficiente individual. En tal sentido, consideraba que su pobreza material era el precio a pagar por su libertad. Mendigo como era, y con su habitual tono provocador, llegó a decir que no vivía peor que el gran rey de Persia, ya que ambos cambiaban de residencia cuando llegaba el verano. Era cierto: Diógenes invernaba en Atenas en su tonel de barro y veraneaba al aire libre en los jardines de Corinto.

Fueron muchos a los que martirizó con su constante sátira; en especial, a los filósofos, que buscaban explicaciones y teorías para problemas que nada tenían que ver con la realidad del hombre. En aquel siglo IV a. de C., la sociedad griega, pasado ya el esplendor de las ciudades-estado, había entrado en una crisis de valores que acabaría con la inminente consolidación del imperio macedónico de Alejandro Magno y el definitivo ocaso de las polis helenas. En aquel tiempo de cambio, el ágora ateniense hervía de pensadores y filósofos a los que Diógenes no se cansaba de desconcertar con sus desvergonzados actos. Por ejemplo, al gran filósofo Xenón, que negaba ontológicamente el movimiento, le replicó Diógenes poniéndose en pie y andando. Al oír que Platón –que le llamaba Sócrates enloquecido tras sostener con él numerosas controversias- definía al hombre como “un animal bípedo sin plumas”, le rebatió desplumando un pollo y diciendo: Éste es el hombre de Platón”, lo que –según la tradición- obligó a que el aquél matizara: “El hombre es un animal bípedo, sin plumas… y con las uñas anchas”.

Provocación, procacidad y austeridad; esos fueron los pilares de su actitud vital. Las anécdotas que de él se cuentan son casi infinitas. Por ejemplo, tras haber sido esclavizado en Creta y antes de ser subastado públicamente, al preguntarle el pregonero qué sabia hacer, él, sin pensárselo mucho, contestó: “Gobernar hombres”. Oída tal respuesta, impropia de un esclavo, el pregonero, irónico, preguntó a los compradores “si alguien querría hacerse con los servicios de un amo”.

Pese a su arrogancia, Diógenes fue comprado por Jeníades de Corinto, en cuya casa cuidó de la
educación de los hijos, aunque, muy pronto, pasó efectivamente, a gobernarla. En aquella tarea educativa, que llenó sus últimos años, Diógenes aplicó también sus valores éticos. Disfrutaba con la tarea y con su condición de esclavo, y cuando, en alguna ocasión, sus amigos se ofrecieron a comprar su libertad, él replicó tajante: “¡Qué simples sois! Los leones no son esclavos de quienes los alimentan, sino que los que los alimentan lo son de los leones”. Al alcanzar la madurez, Diógenes radicalizó aun más sus planteamientos. Ya anciano y aún esclavo, no quiso reducir su actividad o dulcificar las condiciones de su vida, sino que continuó fiel y su estilo, y aún lo reforzó, diciendo a quienes le sugerían un descanso: “Si corriese la carrera de fondo, ¿debería descansar al acercarme al final, o más bien apretar más?”.

El legado de la vida y las ideas de Diógenes no se agotó en la pervivencia de la escuela cínica. Más allá de la figura de algunos de sus seguidores –Crates de Tebas, Mónimo de Siracusa, Onesícrito de Astipalea…- y de la influencia que ejerció sobre los estoicos, la actitud vital cínica ha perdurado hasta nuestros días con una vigencia que se puede considerar universal. La Historia está llena de movimientos y personajes que, como Diógenes, han reclamado, generalmente en épocas de crisis de valores, una vuelta a la sencillez, la naturalidad y la libertad humanas; pensadores singulares que han buscado con la luz del raciocinio a aquel mismo hombre honesto que Diógenes buscaba inútilmente con un farol.

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domingo, 13 de abril de 2014

La Teología de la Liberación – Herejes marxistas, apóstoles de las favelas




“Las lágrimas de los pobres son las más sufridas que he visto, pues provienen del desprecio a la dignidad de su lucha y de sus pequeñas victorias, que tanto sudor y sangre les costaron. Muchos de nuestros obispos son ya muy distintos y Roma no los entiende, porque, más que evangelizar a los pobres, han sido ellos mismos evangelizados por esos pobres”. Así resumió Leonardo Boff, un teólogo franciscano brasileño, inspirador de la Teología de la Liberación, el espíritu que anima a esta corriente doctrinal.

Desde su llegada a Latinoamérica, la Iglesia católica fue un pilar fundamental de la conquista y de la colonización por España y Portugal. También desde un principio se alzaron voces dentro de ella que denunciaron los abusos y la crueldad padecidos por los nativos, pero eran las excepciones. Para el indígena, que aceptó la nueva religión, adaptándola a su idiosincrasia, la Iglesia quedó lejana y temible.

Durante el primer cuarto del siglo XIX, los territorios americanos alcanzaron en su mayor parte la independencia de sus metrópolis, pero este proceso fue dirigido por las élites locales y el pueblo llano, principalmente indio, mestizo o negro, no mejoró su situación de miseria y sumisión a los poderosos propietarios. La jerarquía católica, tradicional aliada de las clases dirigentes, se hizo aun más conservadora cuando los sectores liberales apoyaron medidas anticlericales y favorecieron la entrada de religiosos protestantes europeos y estadounidenses, a los que consideraban progresistas respecto a los católicos.

Pero la emancipación colonial fue sólo un espejismo y la historia de los siglos XIX y XX ha mostrado las relaciones de dependencia económica y política que atan a Latinoamérica con Estados Unidos y el resto de las potencias occidentales. El desequilibrio comercial y el atraso económico y tecnológico atenazan el posible desarrollo y la deuda externa devora gran parte de la riqueza producida. Las desigualdades sociales arrastradas del pasado sostienen esta situación y las clases dirigentes conservadoras no dudan en reclamar la intervención extranjera para frenar todo intento de reforma o revolución. En esta situación de desarraigo social, el clero católico se enfrentó a los problemas con una visión eurocéntrica y una formación de seminario, quizá adecuada para sostener disputas teológicas, pero ineficaz y ajena a la realidad latinoamericana.

Durante la primera mitad del siglo XX, las estructuras católicas trataron de reaccionar reconociendo los graves problemas sociales y apoyaron el desarrollo de movimientos como Acción Católica entre obreros y estudiantes. Pero el impulso fue tímido y los desequilibrios se agravaron, especialmente a partir de las crisis socioeconómicas que comenzaron en la década de 1960. Los ejemplos de la revolución cubana y la fracasada experiencia reformista brasileña de esta década –combatida y apoyada respectivamente por la Iglesia- fomentaron la crítica hacia su actitud y su papel en Latinoamérica.

El Concilio Vaticano II fue aprovechado por un amplio movimiento de teólogos latinoamericanos
como punto de partida para profundizar en la adaptación de la organización y los planteamientos teológicos y sociales católicos a las necesidades de su continente, a todas luces muy distintas de las del opulento mundo occidental. Reunidos 130 de estos teólogos en Medellín (Colombia) en 1968, emitieron un documento en el que llamaban a los cristianos a luchar contra la pobreza y por la transformación de la sociedad de una manera vigorosa y denunciaban la violencia institucional. El documento suponía un compromiso de la Iglesia latinoamericana con el progreso, pero su actuación se demostró ambigua en la práctica, sostenida sólo por individualidades. Entonces algunos teólogos, ente los que destacan el peruano Gustavo Gutiérrez y el brasileño Leonardo Boff, avanzaron en la formulación de una serie de postulados teológicos y demandas de cambio social que son conocidos como la Teología de la Liberación.

La Teología de la Liberación ha atraído considerable atención desde entonces y ha suscitado las simpatías y el apoyo de amplios sectores progresistas dentro y fuera de la Iglesia, así como el rechazo de los conservadores, desde las altas instancias vaticanas a la Casa Blanca estadounidense. En sus viajes a Latinoamérica, el papa Juan Pablo II lanzó advertencias a los teólogos heterodoxos y, en 1984, el Vaticano publicó un documento señalando sus peligros y un año después impuso a Leonardo Boff el silencio tras declarar ante el cardenal –y luego Papa- Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, heredera de la Inquisición que vela por la ortodoxia católica.

Por entonces, en Nicaragua, los sacerdotes trabajaban para el gobierno revolucionario sandinista,
mientras los obispos apoyaban a los conservadores. La controversia continúa y no es un asunto meramente interno de la Iglesia Romana, sino que tiene una gran importancia política internacional. Las informaciones periodísticas no han servido para aclarar los tópicos que muestran la Teología de la Liberación como una mezcla exótica de cristianismo y marxismo, elaborada y sostenida por un grupo de sacerdotes rebeldes decididos a desafiar la autoridad de la Iglesia.

La Teología de la Liberación es ante todo teología: una reflexión sistemática sobre la fe cristiana y
sus implicaciones. Sus defensores –la mayoría, clérigos católicos y algunos protestantes- fueron educados como teólogos, generalmente en Europa, y escriben sobre los mismos temas que tratan el resto de teólogos cristianos: Dios, la Creación, Cristo, la Iglesia… A diferencia de sus colegas más acomodados a la disciplina vaticana, no enseñan en universidades o seminarios o al menos compaginan su cátedra con el trabajo con los pobres. Se enfrentan sobre el terreno a los problemas de la gente humilde en países depauperados por la deuda externa y la extrema desigualdad social. De hecho, la Teología de la Liberación es una interpretación del Evangelio desde la experiencia de los pobres y un intento de abrir el camino a una nueva fe adaptada a las necesidades y a la religiosidad propia de los pueblos latinoamericanos.

La Teología de la Liberación es también una crítica de las estructuras sociales que permiten a unos pocos sudamericanos volar a Londres para ir de compras, mientras la mayoría no tiene agua potable asegurada; de las ideologías y los grupos que justifican y aprovechan esa desigualdad; de la actitud de los cristianos y, en particular, de la Iglesia como institución. La actividad cotidiana de sus seguidores se desarrolla en las comunidades de base –más numerosas en Brasil, aunque aún minoritarias en Latinoamérica-, cuya meta principal es luchar contra la pobreza y el analfabetismo y acercar el mensaje evangélico a los creyentes de un modo directo e interpretable desde su propia realidad diaria. La educación y el trabajo cooperativo son las áreas de actuación estratégicas para elevar el nivel de vida y mejorar las posibilidades de desarrollo de las comunidades.

Naturalmente, la acción de estos grupos y del movimiento en su conjunto choca frontalmente con los intereses de las oligarquías propietarias, que basan su poder económico y social en la pobreza y la ignorancia de campesinos y obreros. La presión de los grupos paramilitares se ceba en el pueblo llano, pero, en ocasiones, alcanzó a las más altas jerarquías –asesinato de monseñor Óscar Romero, arzobispo de San Salvador en 1980-. Los intentos de reforma política fueron en su mayoría abortados por golpes de estado durante las décadas de 1960 y 1970 –Brasil, Bolivia, Uruguay, Chile, Argentina-, mientras los movimientos guerrilleros revolucionarios se extendían por diversos países, gobernados dictatorialmente o por falsas democracias civiles –Colombia, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala, México-, dando lugar a situaciones de soterrada y crónica guerra civil.

Contra viento y marea, el cambio en marcha puede revelarse de una potencia similar a la de la
Reforma protestante del siglo XVI, que se inició como una revuelta contra las prácticas corruptas de la Iglesia y a favor de una nueva religiosidad basada en la interpretación personal de las Escrituras y en la relación íntima y directa del creyente con Dios. En aquel momento, las Iglesias reformadas se mostraron mejor adaptadas a su entorno social que el catolicismo romano y marcaron profundamente el nuevo rumbo de Europa. ¿Será semejante el impacto de la Teología de la Liberación en el mundo actual?

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