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viernes, 28 de octubre de 2011

1920- El violinista en el tejado - Marc Chagall

El cuadro del melancólico violinista de Marc Chagall se ha hecho famoso en el mundo entero como “El violinista en el tejado”. El musical de ese nombre, adaptado de una serie de cuentos del escritor judío ruso Sholem Aleichem, se estrenó el 22 de septiembre de 1964 en el Teatro Imperial de Nueva York y agotó las localidades en diversos teatros durante años. La historia transcurre en Anatevka, un pequeño shetl judío de la Ucrania rusa, poco antes de los disturbios revolucionarios de 1905. Tevye, el lechero dueño de un jamelgo cojo, habita con su esposa Golde y sus cinco hijas en una casita atestada; viven en la más amarga pobreza y con un constante miedo a los pogromos. Sin embargo Tevye hace un trato con Dios, desesperado pero ingenioso, y vence a la tragedia con su ingeniosa locuacidad.

Como escribió Maurice Samuel: “La vida es más fuerte que él, pero él sale ganando al debatir con ella”. Al principio, Tevye tiene algo a que agarrarse: “Sin tradición, nuestra vida sería tan insegura como lo está el violinista allí en el tejado”. Pero luego nada resulta como esperaba. Sus hijas se niegan a permitir que su padre les elija esposo y se casan como les place. Las consecuencias son unas escenas conmovedoras de una profunda desesperación y que su padre las repudie. Un edicto del zar pone fin a todo eso. Tevye y su esposa Golde son rechazados por sus hijas. Les niegan los descendientes que tanto ansiaban y ellos, junto con todos los demás judíos de Anatevka son expulsados de sus casas.

Chagall, hijo de un pescadero judío, nació en 1887, en Liozno, cerca de Vitebk, una capital provincial de la Rusia Blanca. Sus primeros años son muy parecidos a lo que se representa en el musical. A la edad de 33 años tuvo sus primeras experiencias en la pintura de decorados y la dirección escénica en el Teatro de Arte Judío de Moscú. En 1941 emigró –igual que había hecho Sholem Aleichem veinticinco años antes- a estados Unidos, donde volvió a trabajar en el mundo del teatro.

El musical “El violinista en el tejado” se remonta a una imagen presurrealista de Chagall. Fue en 1920 cuando pintó esta imagen por primera vez en la pared del auditorio del Teatro de Arte Judío de Moscú, como representación simbólica de la música. De esa forma, el opulento y colorista reino de motivos de Chagall, nutrido en la rica tierra de los mitos judíos y el folclore ruso, se transformó en teatro. Y esta realidad teatral recuerda el destino secular de un pueblo al que siempre han empujado de un lugar a otro. Con frecuencia, frente a tales penurias, lo único que queda en que apoyarse es la fe, junto con la ironía, la humanidad y el ingenio.

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jueves, 27 de octubre de 2011

San Zacarías


Zacarías es el nombre de dos personajes bíblicos bien diferentes entre sí.

En el Antiguo Testamento, Zacarías es un profeta menor y en su libro se cuentan sus ocho visiones y las profecías sobre la reconstrucción del templo de Salomón, la futura gloria de Jerusalén y la llegada del Mesías, quien, según él, habría de llegar “justo y salvador, humilde, montado en un asno”. Jesús, cuando se aproximaba a Jerusalén ya en sus últimos días de su vida, pidió a sus apóstoles que le trajeran un asno para entrar a lomos de él en la ciudad, circunstancia ésta que san Mateo (21, 1-5) vio como el cumplimiento de la profecía de Zacarías. Los atributos del personaje son un pergamino o un libro, símbolos de su condición de profeta.

El Zacarías del Nuevo Testamento es el padre de san Juan Bautista. Era un sacerdote del templo de Salomón y un día estaba ofreciendo incienso cuando se le apareció el ángel Gabriel para anunciarle que su esposa Isabel iba a dar a luz a un hijo que prepararía el camino para la venida del Mesías. Zacarías, que no se creyó nada de lo que le dijo el ángel, ya que su esposa era estéril y anciana, se quedó mudo. Cuando el pequeño nació, los amigos y los parientes de Zacarías le preguntaron cómo se iba a llamar el niño, pero como todavía no había recuperado el habla, escribió sobre una tabilla el nombre de “Juan” y justo en ese preciso instante recuperó de nuevo la voz.

Al Zacarías padre de san Juan Bautista se le suele representar vestido como sumo sacerdote, con mitra incluida, y los episodios más populares son aquellos en que el ángel le priva de la voz o escribe sobre una tabilla el nombre de su hijo, así como diversas escenas familiares con su esposa Isabel y su hijo, además de la Sagrada Familia.
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jueves, 20 de octubre de 2011

1994- El genocidio de Ruanda: cien días de infierno (y 3)


(Continúa de la entrada anterior)

Pasó un mes, después otro, y la radio seguía azuzando a los asesinos: “¡las tumbas están sólo medio llenas! ¡Tenéis trabajo que hacer!”.

Hay numerosos testimonios de las víctimas del genocidio ruandés, pero en un estremecedor libro titulado “Machete Season”, publicado en 2003, la periodista francesa Jean Hatfzfeld entrevistó a un grupo de ocho o nueve hombres que habían sido miembros del interahamwe. Su descripción de la masacre en la que tomaron parte es distante, lejana, como si le hubiera sucedido a algún otro, como si no hubiera sido real. Uno de los hombres recordaba:

Aquella mañana deambulábamos por ahí, buscando tutsis que hubieran podido esconderse en cultivos… Me encontré con dos niños sentados en la esquina de una casa. Estaban tan quietos como ratones. Les dije que salieran, se levantaron, obedecían. Les hice caminar hacia la delantera de nuestra comitiva. Como líder, había recibido hacía poco una pistola además de las granadas. Sin pensarlo, decidí probarla. Puse a los dos niños uno al lado del otro a veinte metros de distancia, me quedé quieto y disparé dos veces a sus espaldas. Para mí fue extraño ver a los niños caer sin un sonido. Fue casi agradablemente fácil. Seguí caminando sin siquiera volver la cabeza para comprobar si estaban realmente muertos. Ni siquiera sé si los llevaron a un lugar más apropiado y los enterraron. Ahora, demasiado a menudo, me asalta el recuerdo de esos niños asesinados sin rodeos, como una broma”.

Hasta cierto punto, a los interahamwe les habían sometido a un lavado de cerebro mediante las constantes consignas del gobierno y estaban “organizados y dirigidos a la misión del asesinato”, como escribió Susan Sontag. Y, sin embargo, muchos de los hombres descritos en el libro “Machete Season” son perseguidos por los recuerdos de lo que hicieron. Uno de ellos relató la primera vez que mató a una persona que le miró directamente a los ojos.

Los ojos de alguien a quien matas son inmortales si te miran en el instante fatal. Tienen un terrible color negro. Te conmueven más que los ríos de sangre y los estertores, incluso en mitad de un gran torbellino de seres agonizantes. Los ojos de los muertos, para el asesino, son su gran calamidad si los mira. Son la culpa que persigue al asesino”.

En 1998, cuatro años después de la masacre de Ruanda, el Tribunal Penal Internacional para
Ruanda, una corte internacional organizada por las Naciones Unidas, decidió que la conocida como “guerra de las violaciones” fue un elemento propio del genocidio y que podía ser juzgado por esa instancia. La violación es común cuando se dan estas matanzas, como la mutilación sexual de las mujeres, pero la violencia sexual durante el genocidio ruandés alcanzó proporciones sin precedentes. Se estima que entre 250.000 y 500.000 mujeres tutsis fueron violadas; de hecho, un informe de las Naciones Unidas indicaba que casi todas las mujeres solteras o niñas que sobrevivieron al genocidio, lo hicieron siendo víctimas de violencia sexual. El mismo informe indicaba que “la violación era la regla, y su ausencia la excepción”. Muchas de las mujeres fueron violadas por hombres contagiados de SIDA, por lo que miles enfermaron, tuvieron niños no deseados o se vieron forzadas a someterse a abortos.

Un caso horrible pero típico fue el de Louise, una niña tutsi de 17 años, que fue capturada por un grupo de interahamwe, cuyos miembros discutían tranquilamente delante de ella como la iban a matar:

Entonces, uno de ellos sugirió que me violaran en lugar de matarme. Los tres me violaron por turno. Cuando uno terminaba, se alejaba. Cuando el último terminó, llegó un nuevo grupo de interahamwe. Ordenaron al hombre que me había violado el último, que lo hiciera otra vez. Se negó. Entonces amenazaron con quemarnos vivos a los dos si no me forzaba de nuevo. Así que lo hizo. Cuando terminó, el nuevo grupo de interahamwe me dio una paliza. Entonces dijeron: “OK, vámonos, queremos enseñarte dónde vas a ir”. Me arrojaron al fondo de una letrina… Caí de pie, encima del cuerpo de mi tía. Todavía podía escuchar a los matones hablar. Uno de ellos dijo que aún podría estar viva y sugirió arrojar una granada dentro. Otro contestó: “No malgastes una granada. Un niño tirado desde tanta altura no puede estar vivo”. Se fueron. Traté de trepar, pero había sangrado tanto que me sentía mareada. Me caía. Al final me derrumbé… Cuando vino alguien para sacarme del agujero, no sabía quién era. Me di cuenta que estaba fuera cuando recuperé la consciencia. Vi a un soldado de pie junto a mi…”.

El soldado que vio Louise era un miembro de las RPF tutsis, cuya invasión del país y toma de Kigali, cien días después de que comenzara la matanza, pusieron fin al genocidio. La inacción de la comunidad internacional y su no intervención es una de las grandes tragedias humanas de la guerra. Otros países sabían muy bien lo que estaba ocurriendo. El general Romeo Dallaire, comandante de los cascos azules de la ONU estacionados en Ruanda, envió un telegrama a sus superiores el 11 de enero de 1994 avisándoles de que se estaba preparando una masacre de grandes proporciones, pero las Naciones Unidas jamás hicieron nada.

Informes secretos de la CIA norteamericana también indicaban, tiempo antes de que comenzara la tragedia, que se estaba preparando un baño de sangre. Los servicios de inteligencia belgas y franceses, dos países con estrechos lazos con Ruanda, también tenían conocimiento de la
situación. El general Romeo Dallaire, el comandante canadiense de los cascos azules de Ruanda, mandó un fax a la central de esa organización en Nueva York, y allí hicieron la vista gorda. Kofi Annan, el secretario general de la ONU, le ordenó no hacer nada y limitarse a compartir su información con un grupo de diplomáticos –entre ellos los franceses, que por entonces proporcionaban armas a sus aliados del bando extremista hutu- conocedores ya de quién estaba cometiendo el genocidio. Dallaire no lo soportó y volvió a Canadá sumido en una grave depresión. En 2000 intentó suicidarse

Nada se hizo para impedir la violencia. Peor aún. Durante los cien días de masacres, los Estados Unidos, bajo la administración de Bill Clinton, avisó a sus embajadores y portavoces para que no escribieran ni pronunciaran la palabra “genocidio”. En cambio, el gobierno americano utilizaba los términos “caos”, “confusión” y “anarquía” para describir la situación. La palabra “genocidio” tiene tal poder que si cualquier funcionario de alto nivel la usara, su gobierno se vería en la obligación de hacer algo para detener la matanza. Y es que las normas de Naciones Unidas prohíben a cualquier país involucrarse en la política interna de otra nación a menos que se trate de genocidio.

Hay un millar de razones por las que la comunidad internacional no quiso verse envuelta en lo que ocurría en Ruanda. Y hubieran podido intervenir sin enfrentarse a un problema insoluble. Ruanda es un estado pequeño con sólo unas pocas carreteras asfaltadas. Las milicias hutus eran indisciplinadas, disponían de pocas armas y no tenían estrategia alguna. Al revés que en Somalia, habría sido fácil interceptarlos y detener la masacre, y esto lo sabe todo el mundo. El RPF lo consiguió. Al empezar la masacre, este ejército abandonó sus enclaves del norte y aplastó todas las posiciones enemigas que halló al paso, formadas por beodos y drogados, débiles e indisciplinados. Solo que como no disponían de aviación tardaron tres meses en llegar al sur y al oeste, y para entonces ya era demasiado tarde.

¿De que sirve el poder de EEUU y de la OTAN si no se emplea? Los norteamericanos no se opusieron al genocidio porque sus tropas habían fracasado en Somalia y Clinton no quería otro jarro de agua fría. Así se dijo desde la Casa Blanca y desde el Departamento de Estado. En aquella ocasión, por motivos meramente humanitarios –hacer llegar a la gente que moría de hambre la ayuda internacional que estaba siendo robada por los señores de la guerra-, Estados Unidos se había visto arrastrado a una guerra civil. Nadie alabó a Norteamérica en aquella ocasión, ni tampoco los apoyaron, perdieron soldados y se quedaron enganchados en una situación de difícil solución hasta que decidieron retirarse. A priori, Ruanda era un escenario demasiado parecido.

Y en Ruanda todo el mundo lo sabía. Si se hubiera tenido éxito en Somalia, se habría intervenido aquí también. Los historiadores podrán escribir montañas de libros y los políticos pronunciar miles de discursos para negarlo, pero el caso es que hay un millón de cadáveres pudriéndose en fosas sin marcar en Bosnia y Ruanda.

Cientos de somalíes y dieciocho estadounidenses murieron en una noche en Mogasdicio y Estados
Unidos se retira. ¿Alguien cree que en Ruanda se les pasó por alto? El genocidio empezó tan solo una semana después de que Estados Unidos retirara sus efectivos de Somalia. Lo primero que hicieron los interahamwe fue matar a diez cascos azules belgas. Les cortaron el pene y se lo metieron en la boca, igual que hizo el señor de la guerra Aidid en Somalia con uno de los estadounidenses. Sabían que la ONU no entraría en combate. Y así fue. Los dictadores, terroristas y rebeldes supieron evaluar hasta qué punto su enemigo representaba una amenaza para ellos. Y en Somalia, lo único que hizo la comunidad internacional fue poner de manifiesto lo peligrosa que NO es.

Las Naciones Unidas suele intentar que las partes en conflicto en una guerra detengan las hostilidades, pero en Ruanda no quiso entender que las matanzas de miles de tutsis no eran el “daño colateral” de una guerra, sino una limpieza étnica en toda regla contra la que se requería una rápida y contundente respuesta militar.

En 1997, la Secretaria de Estado norteamericana Madeline Albright, pronunció un discurso ante la Organización para la Unidad Africana en el que dijo: “Nosotros, la comunidad internacional, deberíamos haber sido más activos en las primeras etapas de las atrocidades de Ruanda en 1994, y llamarlas lo que eran: genocidio”. Varios meses después, en marzo de 1998, Bill Clinton visitó Ruanda y, aunque siguió negándose a utilizar la palabra genocidio, dijo que “es importante que el mundo sepa que estos asesinatos no fueron espontáneos o accidentales… estos sucesos tuvieron su origen en una política destinada a la destrucción sistemática de un pueblo”, palabras que, en realidad, definen lo que es el genocidio.

Está por ver lo que pasará cuando la comunidad internacional se tenga que enfrentar a otro
genocidio de las dimensiones del de Ruanda. Lo triste es que la política suele triunfar sobre el altruismo, por la sencilla razón de que la gente no lo reconoce -ni en realidad le importa-. Samantha Power, directora del Human Rights Initiative de la Kennedy School of Government, escribe: “El genocidio ha sucedido tan frecuentemente y de forma tan incontestada en los últimos cincuenta años que una expresión más adecuada que “Nunca Más” para describir las consecuencias de todos estos acontecimientos es “Una y otra vez”. La brecha entre las promesas y los hechos es desesperanzadora”.
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sábado, 15 de octubre de 2011

1994- El genocidio de Ruanda: cien días de infierno (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Burundi, justo al sur de Ruanda, fue otra colonia belga que recibió su independencia a comienzos de la década de 1960 y cuya población comprendía una mayoría hutu y una minoría tutsi. La diferencia con Ruanda era que en Burundi los tutsis conservaron el poder tras la independencia gracias a controlar unas sólidas fuerzas armadas. El 29 de abril de 1972, una insurrección hutu arrasó el sur de Burundi. Los rebeldes se hicieron con el control de un polvorín gubernamental y comenzaron a masacrar a todos los civiles tutsis que encontraban. Quizá unos 3.000 murieron en la primera semana de la rebelión.

En unas semanas, los rebeldes habían declarado una República Popular de Burundi, que no duró mucho. El ejército de Burundi avanzó hacia las zonas rurales, matando a todos los hutus que se cruzaban en su camino. Lo que convierte esta acción en un genocidio además de una masacre, es la intencionalidad de los tutsis. Está ampliamente aceptado que el poderoso ministro tutsi de Asuntos Exteriores, Arthemon Simbananiye, utilizó la rebelión como excusa para ejecutar un plan preexistente cuyo objetivo era exterminar la población hutu de Burundi, especialmente los intelectuales, los funcionarios, estudiantes universitarios, incluso los niños en las escuelas, para que así los hutus no volvieran a suponer una amenaza para los tutsis de Burundi nunca más. Como sucedería en el caso del genocidio ruandés más de veinte años después, la radio gubernamental animaba a los Tutsis a “cazar” y matar hutus. Los niños hutus eran consignados en listas que se entregaban a sus compañeros tutsis de la escuela para que los encontraran y los mataran a bastonazos y culatazos de rifles.

Este “lúgubre laboratorio del asesinato”, como Lemarchand lo denomina, tuvo el efecto a largo plazo de radicalizar a los hutus todavía más, aumentando su sentimiento de víctimas de los tutsis. Su odio y resentimiento hallaría expresión en el genocidio de Ruanda en 1994.

Pero volvamos a Ruanda. En 1973, el hutu Juvenal Habyarimana, comandante del Estado Mayor de Ruanda, dio un golpe de estado y reemplazó al PARMEHUTU por su propio partido, el Mouvement Révolutionnaire National pour le Développement (MRND), que consistía básicamente en miembros de su familia y amigos suyos procedentes del norte de Ruanda. Mientras expoliaban los recursos económicos de Ruanda llenando sus cuentas en el extranjero en el proceso, los miembros del MRND purgaron a los tutsis –ya fueran profesores o estudiantes- de las universidades y el cuerpo funcionarial.

Para 1990 la economía de Ruanda estaba en la ruina, los recursos del país habían sido
esquilmados hasta el límite por Habyarimana, su familia y sus asociados. Para empeorar las cosas, una nada desdeñable fuerza rebelde de tutsis, conocidos como el Frente Patriótico de Ruanda (RPF), se había constituido en Uganda bajo el liderazgo de Paul Kagame, un tutsi que había sido jefe de inteligencia en el ejército ugandés. Muchos de los miembros del RPF eran los niños de aquellos tutsis que hubieron de huir de las masacres de 1959. Y querían venganza. En 1990, el RPF dio inicio a una seria ofensiva contra unidades hutu en Ruanda. Había comenzado una nueva guerra civil.

Necesitando contar con el apoyo hutu en unos momentos tan delicados (así como para distraer la atención de la pobreza que ahora sufrían los ruandeses), Juvenal Habyarimana y sus allegados –su esposa, tres cuñados y varios generales, el grupo conocido como Akazu o “pequeña choza”- comenzó a fomentar activamente el odio contra los tutsis. Lo hicieron de diferentes maneras. El periódico estatal Kangura, así como los otros dos órganos de comunicación gubernamentales, Radio Ruanda y Radio Mille Collines, comenzaron a referirse a los tutsis como inyenzi (cucarachas). En diciembre de 1990, Kangura publicó una lista de los “Diez Mandamientos Hutu”, en la que se afirmaba que “cualquier hutu casado con una mujer tutsi, que se relacione con una mujer tutsi o contrate a una mujer tutsi” era un traidor y que “todos los tutsis son deshonestos en los negocios”. El terrorífico octavo mandamiento decía: “los hutu deben dejar de tener piedad con los tutsi”.

El gobierno fue aún más lejos, formando una milicia civil llamada interahamwe, que significaba
“los que permanecen juntos”. Su propósito teórico era proteger a la población del RPF, pero en realidad eran un grupo paramilitar que respondía sólo ante el Akazu. El interahamwe, combinado con el ejército, la guardia especial de palacio, la policía, otro grupo paramilitar conocido como impunza mugambi (“los de una sola mente”) y un partido político fanático, la Coalition pour la Défense de la République (CDR) reunían unos efectivos de unos 50.000 hombres. El interahamwe se convirtió en las unidades básicas de asesinato de los hutus y sus miembros provenían de toda la escala social, desde funcionarios hasta maestros, de científicos a escritores, así como matones callejeros y campesinos analfabetos. Este grupo constituía entre el 1 y el 2% de la población de Ruanda. Mataban por convicción, estaban entrenados para matar, a menudo fumaban marihuana y se cree que cada uno de ellos asesinó entre 200 y 300 personas.

Con miles de asesinos siendo bombardeados a diario con la propaganda del “poder hutu”, era solo cuestión de tiempo que la violencia estallara en Ruanda. Pero el catalizador de la masacre acabó siendo algo que Juvenal Habyarimana no había esperado: su propia muerte. El creciente éxito militar del RPF de Paul Kagame contra el ejército de Habyarimana, combinado con la presión internacional para finalizar la guerra, obligó al presidente ruandés a firmar un tratado de paz con el RPF en agosto de 1993 en Arusha, Tanzania. Los conocidos como acuerdos de Arusha incluían la introducción de hutus moderados en el gobierno ruandés y la integración del RPF en las fuerzas armadas ruandesas, con lo que supondrían entre el 40 y el 50% de las mismas.

La firma de Habyarimana en este documento fue fatal. El 6 de abril de 1994 volvía a Ruanda en su jet privado, un Dassault Falcon 50 regalado por el gobierno francés, tras otra conferencia en Arusha. Justo cuando el avión estaba aterrizando en el aeropuerto internacional de Kigali, le alcanzaron dos misiles tierra aire disparados desde las cercanías, uno en la cola y otro en el ala. El avión se estrelló en una bola de fuego en los terrenos del palacio presidencial, matando a todos los pasajeros y tripulantes, incluyendo a Habyarimana y Cyprien Ntaryamira, el presidente de Burundi, que había aprovechado el avión del primero por ser más rápido que los de línea regular.

La identidad de los asesinos de Habyarimana sigue siendo un misterio. Se ha apuntado a elementos radicales hutus de Ruanda, especialmente entre los militares, quienes, de acuerdo con los acuerdos de Arusha, habrían tenido que compartir el poder con el RPF. Esta es la hipótesis más probable. Sin embargo, en 2004, un magistrado anti-terrorista francés, afirmó que el asesinato había sido llevado a cabo siguiendo órdenes del líder del RPF, Paul Kagame, actual
presidente del país. Esto se basaba en el testimonio de Abdul Ruzibiza, un antiguo oficial del RPF, que decía haber formado parte del grupo que derribó el avión. Este informe y el hecho de que el mismo magistrado hubiera emitido órdenes de arresto contra nueve de los ayudantes de Kagame, hizo que éste rompiera relaciones diplomáticas con Francia. La evidencia sobre la que el juez francés se apoyaba, especialmente el testimonio de Ruzibiza, ha sido desacreditado por varias fuentes. Podría haber sido Paul Kagame, pero es más probable que fueran extremistas hutus del propio partido del presidente. Sea quien fuere, fue el punto de partida para una masacre sin precedentes en Ruanda.

Un plan genocida bien trazado se puso en marcha tan solo unas horas después de la muerte de Juvenal. El ejército levantó bloqueos en todas las carreteras que salían de la capital, Kigali. La guardia de palacio, armada con rifles, subfusiles y granadas, se desplegó por Kigali asesinando a los líderes de la oposición, ya fueran tutsis o hutus moderados. Las unidades de interahamwe de todo el país se levantaron a las órdenes de sus comandantes en 48 horas tras el atentado al presidente y comenzaron a perseguir a los tutsis. Llevaban machetes, massues (unas barras de metal), cuchillos, granadas de fragmentación y, en algunos casos, pistolas.

Cuñas radiofónicas animaban a los asesinos con mensajes histéricos como: “¡El enemigo está ahí fuera, sal y mátalo!” y “Vosotros, cucarachas, sabed que estáis hechos de carne. ¡No os dejaremos matar! ¡Os mataremos!” Las víctimas eran fáciles de encontrar. Los vecinos mataban a machetazos a los vecinos en sus propias casas y compañeros de trabajo a sus colegas en las oficinas y talleres; los médicos mataban a los pacientes… en cuestión de días, la población tutsi de muchas aldeas y pueblos fue exterminada.

Bandas de interahamwe, ebrios de cerveza de banana o drogados con marihuana o estimulantes saqueados de farmacias, rondaban por las ciudades y el campo buscando nuevos objetivos, mientras que grupos de obreros retiraban los cadáveres de las carreteras. La gente ofrecía recompensas por número de cabezas tutsis cortadas. Cuando comenzó la matanza, los tutsis (y los hutus moderados, que acabaron siendo el 20% de todas las víctimas) buscaron refugio en lugares que tradicionalmente consideraban como seguros. Las iglesias estaban entre ellos. Pero en realidad eran trampas mortales.

Una estudiante de quince años testificó más tarde que había acudido a una iglesia católica para protegerse en la ciudad de Ntamara junto con cientos de otros tutsis, una semana después del asesinato de Hayarimana. Entonces, los interahamwe atacaron:

Cuando los vimos acercarse, cerramos las puertas. Las tiraron abajo y quitaron también ladrillos de la pared trasera. Arrojaron unas cuantas granadas por esos agujeros. Pero la mayor parte de la gente que murió fue asesinada a machetazos. Cuando entraron, estaban obviamente furiosos porque hubiéramos cerrado las puertas, así que utilizaron sus machetes… la gente no podía salir, pero resultaba imposible permanecer quieto mientras la matanza tenía lugar así que, como locos, la gente corría por toda la iglesia. Alrededor, todos iban siendo muertos o mutilados. Al final, decidí tirarme entre los muertos. Levanté la cabeza un poco; un interhamwe me tiró un ladrillo. Me golpeó encima del ojo y me cabeza se llenó de sangre, lo que sirvió para hacerles creer que estaba muerta…

[Después de que los asesinos se marcharan] traté de levantarme, pero no lo conseguí. Estaba tan débil por mis heridas y había tantos cuerpos por todos lados que no me podía mover. Unos pocos niños, quizá porque no eran conscientes del peligro, rondaban aún por allí. Llamé a uno de ellos para que me ayudara. Me dijo que no podía ayudarme porque le habían cortado los brazos… Al final, vi a otra mujer joven que conocía, una vecina. La llamé, pero cuando la miré más de cerca, vi que también le habían cortado los brazos. Ni siquiera en aquel momento sabía si lo que sentía y veía era real o una pesadilla. Le pregunté si era real, pero ella no contestó…”

(Finaliza en la próxima entrada)
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miércoles, 12 de octubre de 2011

1994- El genocidio de Ruanda: cien días de infierno (1)


Durante el genocidio ruandés, quizá 60.000 tutsis huyeron de sus asesinos hutu, muchos escondiéndose en los pantanos de Nyamwiza en el sudeste del país, cerca de la población de Nyamata, donde gran parte de esos tutsis habían vivido antes. Los hutus que los perseguían habían sido en no pocas ocasiones sus propios vecinos antes de hacer de la matanza de tutsis una especie de trabajo a jornada completa. Todos los días, durante cuatro semanas entre abril y mayo de 1994, dejaban sus chozas en las colinas cercanas, se tomaban el desayuno, se unían al resto de sus bandas y se internaban en los pantanos blandiendo sus machetes sobre las 9.30 de la mañana. Cazaban y mataban tutsis hasta las 4 de la tarde, cuando paraban para comer y relajarse en el bar local. A la mañana siguiente volvían a comenzar. Los hutus eran unos eficientes y perseverantes asesinos siete días a la semana.

Uno de los tutsis perseguidos era Evergiste Habihirwe, estrella deportiva del equipo de futbol local. El 11 de abril, estaba pastoreando su rebaño cuando se enteró de que los hutus habían comenzado a masacrar tutsis. Al principio pensó en buscar refugio junto a un antiguo amigo y colega del equipo, incluso aunque éste era hutu, pero cuando Evergiste llegó a su casa vio que este hombre ya había asesinado a dos niños y sostenía en la mano un machete chorreando sangre. Evergiste consiguió escabullirse sin que le vieran y corrió a su propia casa. Era demasiado tarde. Los hutus ya habían asesinado a toda su familia. Entonces, corrió con todas sus fuerzas hacia los pantanos. Más tarde recordaría:

” Los jugadores eran los más emperrados en trocear a otros jugadores. Tenían la ferocidad del jue
Mis piernas de corredor me llevaron a toda velocidad por el bosque. Durante el día, me mantenía agazapado entre el sorgo; por la noche, escarbaba entre la basura buscando mandioca. Oía a mis antiguos compañeros del equipo acechando en las cercanías de mi casa. Eran los mismos tipos con los que solía pasarme la pelota… Gritaban: “¡Evergiste, hemos buscado entre los montones de cadáveres, no hemos visto aún tu cara de cucaracha. Te vamos a rastrear, trabajaremos de noche si es necesario, pero te atraparemos!Los jugadores eran los más emperrados en trocear a sus compañeros. Tenían la ferocidad del juego en sus corazones”.

De los 60.000 tutsis que buscaron refugio en los pantanos o sus alrededores, 50.000 fueron asesinados a machetazos en mayo de aquel año. Sus muertes formaron parte de un genocidio fratricida que no se detendría hasta 100 días después y una vez que 800.000 hombres, mujeres y niños –el 75% de la población tutsi de Ruanda- hubieran sido asesinados, la mayoría con herramientas de granja y machetes. El Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, recordando la tragedia en su 15º aniversario en la primavera de 2009, declaró que el genocidio de Ruanda “persigue nuestra conciencia colectiva”. Fue una masacre que el mundo pudo, y debió, haber detenido. Pero no lo hizo.

Ruanda es un pequeño país en la región de los Grandes Lagos del dentro de África, con fronteras
con Uganda al norte, Burundi al sur, la República Democrática del Congo (antiguo Zaire) al oeste y Tanzania al este. Es uno de los países más pequeños del mundo, con sólo 41.843 km2, pero su densidad de población es de las más altas del continente, con unas 408 personas por km2. Es un país fértil, cubierto por tierras de pasto y colinas redondeadas, con una temperatura media de 23ºC. Su principal cultivo es el café, introducido por los misioneros alemanes en 1910 y que supone el 75% de las exportaciones del país, aunque los envíos han sufrido frecuentes interrupciones en los últimos sesenta años debido a las guerras civiles y los asesinatos masivos.

Los primeros habitantes de Ruanda fueron pigmeos cazadores-recolectores conocidos como Twa, pero fueron desplazados y exterminados por sucesivas migraciones de otras dos tribus, los tutsis y los hutus. Los tutsis eran básicamente pastores, mientras que los hutus, que constituían la mayor parte de la población, eran granjeros. A pesar de esta disparidad, los tutsis se las arreglaron para dominar la región gracias a ser capaces de amasar mayor riqueza. Sin embargo, existía un alto nivel de cruce entre ambos grupos a través del matrimonio y, en el siglo XIX, ya compartían la misma lengua y herencia cultural. Es importante destacar que las diferencias entre ambas tribus a menudo se medían exclusivamente por el estatus social y la riqueza. Los hutus que se casaban con una mujer tutsi a menudo se hacían ricos, mientras que los tutsis que entraban en familias hutus perdían categoría social y capacidad económica.

Sin embargo, cuando llegaron los europeos –los alemanes a finales del siglo XIX y, tras la Primera Guerra Mundial, los belgas-, dejaron muy claras las distinciones racistas entre tutsis y hutus. La minoría tutsi, que a veces (pero no siempre) era de mayor estatura y rasgos más aquilinos, eran considerados “proto-europeos”; poseían, según un escritor belga, “unas maneras distantes, reservadas, corteses y elegantes”. Se pensaba que habían emigrado desde etiopía, cuna de una antigua civilización.

Por el contrario, los hutus eran los típicos campesinos, según el mismo escritor, “de naturaleza infantil, tímidos y perezosos y a menudo extremadamente sucios”.

Naturalmente, cuando llegó el momento de crear una administración colonial, alemanes y belgas eligieron a los tutsis como trabajadores de la misma. Los monarcas tutsi gobernaban el país, como siempre habían hecho, los burócratas tutsis recaudaban impuestos, controlaban las escuelas y poseían la mayoría de los negocios. Los belgas reforzaron las supuestas diferencias raciales entre ambos grupos en 1933 inventando una tarjeta obligatoria de identidad que consignaba el nombre del ciudadano y su identidad étnica: tutsi, hutu o twa. Ya no era posible, como en el pasado, cambiar el propio estatus tribal mejorando social o económicamente. La carta de identidad compartimentaba la sociedad y la dividía racialmente. Dichas diferencias habían estado presentes anteriormente, pero ahora se hacían más patentes todavía.

En 1959, murió el monarca tutsi Rudahigwa y el resentimiento de los hutus contra los tuts
is explotó. Atacando a los tutsis con cuchillos, palos y aperos de labranza, los hutus mataron a miles de personas. El número se desconoce, pero puede estar entre los 10.000 y los 100.000 en una masacre que los tutsis bautizaron como “el viento de la destrucción”. Bertrand Russell lo llamó “la masacre más horrible y sistemática que hemos tenido ocasión de vivir desde el exterminio de judíos por los nazis”. Quizás unos 200.000 tutsis huyeron a Uganda, donde planearon su venganza contra los hutus. Los belgas, que sabían que se aproximaba el día en que deberían otorgar la independencia a Ruanda, no detuvieron los asesinatos. Ya habían hecho sus cálculos: cuando se les diera libertad de voto, los hutus serían mayoría y ganarían fácilmente.

En 1962, Bélgica otorgó la independencia tanto a Ruanda como al vecino Burundi. Ruanda estaba gobernada por el Partido para la Emancipación de los Hutus (PARMEHUTU) y la nueva república no tardó en convertirse en un régimen corrupto de partido único. En Burund
i, los Tutsis, gracias a su control sobre el ejército, consiguieron gobernar aun siendo minoría.

La historia entre ambos grupos fue ensangrentándose cada vez más. Los tutsis de Uganda y
Burundi lanzaban ataques de guerrilla contra Ruanda, lo que provocaba las correspondientes represalias contra los tutsis en la propia Ruanda. Y cuando las guerrillas hutu atacaron Burundi en 1972, el ejército controlado por los tutsis desató lo que ha sido calificado como genocidio, matando a 150.000 hutus. “Con la excepción de Ruanda”, escribe el historiador René Lemarchand, “en ningún otro lugar de África tanta violencia ha matado tanta gente en un espacio tan pequeño como en Burundi en la primavera y verano de 1972”.

(Continúa)
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lunes, 10 de octubre de 2011

El ataque terrorista del futuro (y 2)


2-Bombas en los aviones

Para estrellar un avión cargado de gasolina contra una estructura ocupada por personas no sólo hay que saber pilotar el aparato, sino también despegar de una pista y, muy probablemente, aterrizar (el motivo es que la mayoría de los despegues se practican mediante un método denominado “toma y despegue” consistente en que el avión aterriza e inmediatamente remonta el vuelo). Además, el terrorista tendría que comprar el avión sin levantar las sospechas del vendedor. En muchos sentidos, es más complicado cometer un atentado con una avioneta que secuestrar un avión comercial. Por eso, quizá la amenaza más realista sea que unos cuantos terroristas suicidas suban a varios aviones comerciales diferentes con explosivos ocultos y traten de detonarlos simultáneamente.

Richard Reid fue el terrorista de Al Qaeda que el 22 de diciembre de 2001 intentó encender la mecha de la bomba que llevaba en el zapato para hacer pedazos el vuelo 63 de American Airlines. Los expertos de los servicios secretos concluyeron que Reid no diseñó –o no pudo haber diseñado- ese zapato. ¿Fue Reid el simple brazo ejecutor de Al Qaeda? Yo diría que no. El terrorista, exasperado por la falta de comunicación y la ausencia de instrucciones –la organización, al menos en Estados Unidos, había quedado muy maltrecha-, decidió actuar por su cuenta y hacer estallar un avión.

La intentona fue el colmo de la estupidez. A Al Qaeda no le interesa hacer estallar un avión; lo que quiere es hacer estallar una docena. Los terroristas sabían que podían subir a bordo con zapatos cargados de explosivos, y –esto son elucubraciones- tenían lista una docena para llevar a cabo un ataque simultáneo. Reid, con su impaciencia, reveló el secreto y echó a perder el plan. Es posible que los otros once zapatos –si es que la cantidad inicial era, efectivamente una docena- siguen por ahí. Lo que ocurre es que, en la actualidad, los agentes de seguridad de los aeropuertos registran el calzado, y mientras sigan haciéndolo el plan de voladuras simultáneas será imposible.

He ahí el motivo de que tengamos que descalzarnos en los controles de los aeropuertos. Los agentes no tienen especial interés en ver si los zapatos pasan o no por el detector de metales; un zapato cargado de explosivos no tiene por qué llevar componentes metálicos. Lo que buscan son otros zapatos-bomba. La Administración de Seguridad en el Transporte de Estados Unidos ha hecho circular entre sus agentes una fotografía para que sepan qué es lo que deben buscar. Las bolsitas son los explosivos plásticos. No son gran cosa, y si explotasen en mitad de la zona de pasajeros, lo más probable es que apenas hiriesen a unas pocas personas. Para que un arma de este tipo resulte eficaz es preciso detonarla en un lugar especial de la aeronave. Por lo visto, cuando Reid trató de encender la mecha, ya había encajado el zapato entre un asiento y la pared de la aeronave, como si pretendiese abrir un boquete en el fuselaje, lo que habría provocado el debilitamiento de la estructura del aparato y la inevitable caída.

En agosto de 2006, las autoridades británicas arrestaron a unas 25 personas y las acusaron de planear un atentado contra aviones civiles mediante “explosivos líquidos”. La naturaleza de estos explosivos nunca se ha revelado oficialmente, y no está claro cuáles serían las ventajas de unos explosivos líquidos respecto de los sólidos. Según algunos, se trataba de dos líquidos que sólo resultan explosivos al mezclarse, un sistema que sólo sería útil si los líquidos pasasen desapercibidos a los detectores químicos de los aeropuertos.

No hay un método totalmente eficaz de detectar un explosivo bien preparado. La técnica que más atención ha recibido –la llamada activación de neutrones, capaz de detectar el nitrógeno de las bombas –provoca demasiadas falsas alarmas- normalmente, varias por vuelo- por culpa del cuero y otros materiales que también contienen mucho nitrógeno. ¿Qué se hace con una maleta que activa un detector de bombas? ¿Abrirla? ¿Dónde? ¿Hacerla estallar? Mientras haya tantas falsas alarmas no habrá una solución aceptable.

Hay investigaciones en curso para mejorar los detectores. La resonancia de cuadrupolo eléctrico nuclear –un método que detecta el entorno químico del núcleo de nitrógeno- promete bastante y provoca escasas falsas alarmas, pero todavía no está lista para instalarse en los aeropuertos. Hoy por hoy, la técnica que más garantías ofrece es el llamado “espectrómetro de movilidad de iones de tiempo de vuelo”, el detector químico más usado en los aeropuertos. Si un agente de seguridad sospecha de un viajero, toma una muestra de su equipaje –tal vez incluso de su propio cuerpo- y la analiza en la máquina. El dispositivo cuesta menos de 60.000 dólares y el índice de alarmas falsas no llega al uno por mil. Sin embargo, sería incapaz de detectar un explosivo empaquetado cuidadosamente, a menos que el envoltorio –o el terrorista que lo portase- estuviese contaminado.

Hace poco, en un viaje, el agente que operaba la máquina de rayos X, me hizo detenerme tras observar algo sospechoso en mi equipaje de mano (quizá la cámara de fotos digital, el móvil, las pilas de repuesto…) ¿Cómo fue capaz de registrar tantas cosas? No las registró; lo que hizo fue pedirme que me descalzase y colocar mis zapatos en el detector químico. Si de verdad yo hubiese sido un terrorista, seguramente tendría restos de explosivos en los zapatos.

¿No se pueden colocar bombas en el equipaje facturado? Claro que sí. En la actualidad, los aeropuertos, para hacer frente a este problema, exigen que todo el equipaje a bordo de un avión se empareje con los pasajeros que han embarcado. Esta exigencia provoca toda clase de molestias. Por ejemplo, si un pasajero ha facturado el equipaje y ha de cancelar el vuelo a última hora, es necesario retrasar el despegue para descargar todos los bultos y sacar el suyo. Hay quien piensa que emparejar a los pasajeros con sus equipajes no sirve de nada toda vez que los cerebros de los atentados perfectamente pueden servirse de terroristas suicidas, pero esta objeción no capta el verdadero sentido de la medida. El hecho de que Al Aqeda se vea obligada a usar terroristas suicidas nos concede una enorme ventaja por cuanto limita considerablemente el número de individuos disponibles para labores terroristas. Y los que quedan no son precisamente la flor y nat
a, como solíamos pensar.

Echemos un vistazo a las personalidades de los terroristas suicidas que se salieron con la suya. Según Johnelle Bryant, la mujer que entrevistó a Mohamed Atta acerca de sus planes de fumigación aérea, el cerebro del 11-S no era lo que se dice un individuo que pasaría desapercibido en Occidente. Tras protestar porque lo entrevistase “una vulgar mujer”, Atta amenazó a Bryant: “¿qué me impide cortarle el cuello ahora mismo?”. Hoy día, semejante comportamiento se pondría inmediatamente en conocimiento de las autoridades.

Varios de los restantes terroristas eran igual de ineptos. Richard Reid no fue capaz de
encenderse el zapato. José Padilla,el encargado de fabricar una bomba radiológica, era un antiguo matón de Chicago con un largo historial de detenciones. Zacarías Moussaoui fue incapaz de aprobar un simple examen escrito en la academia de vuelo, y les dijo a los instructores que quería aprender a pilotar aviones grandes pero que no le interesaban el despegue ni el aterrizaje. Tras ser denunciado al FBI y arrestado, Moussaoui, como para confirmar su categoría de majadero, insistió en ser su propio abogado. En la actualidad, si estos personajes intensasen llevar a cabo una misión suicida, llamarían la atención al instante. Mientras obliguemos a Al Qaeda a usar a individuos de esta ralea, los atentados coordinados serán muy difíciles toda vez que sus ejecutores no pasarían desapercibidos (por más que antes del 11-S sí pasaran). He aquí, en parte, el motivo por el cual Estados Unidos no ha sufrido más atentados terroristas desde el 11-S (con la excepción de las cartas con ántrax, de las que hablaré en otra entrada).

Por lo que respecta a las normas de seguridad aeroportuarias que prohíben a los pasajeros llevar tijeras y navajas, sirven de poco o nada. El peligro son los explosivos. Lo deseable es que existiese algún sistema eficaz para detectarlos, pero hasta entonces, obliguemos a las organizaciones terroristas a usar hombres-bomba y descubrámoslos en los aeropuertos. No hay que subestimar la eficacia de las medidas de seguridad. ¿Quién iba a decirnos, después del 11-S, que pasarían diez años sin más actos terroristas aéreos?


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